— Y ahora qué? Vas a dejarle la casa así, sin más? ¿Y yo? ¿Cómo me llevo a los niños a la calle con estas lluvias? — Carmen se levantó de un salto del sillón, y su cara se puso roja de indignación.
— Carmen, cariño, tranquilízate. No es para echarlos a la calle. Haré lo posible para ayudarte con un piso. — Manuel torció el gesto, intentando sonar calmado mientras ella no lo escuchaba.
— ¿Ayuda? ¿Con qué? ¿Con tus ahorros para el médico de Antonio y los niños? — cruzó los brazos y lo miró con desafío. — Tú nunca has puesto un euro en el coche de ellos. Y ahora le das la casa a él, gratis.
— Porque Antonio es mi hijo.
— ¿Y yo? ¿No soy tu hija? — su voz se quebró. — Veinte años te cuidé cuando estabas enfermo. Me pasaba horas entre vias y alimentadores, y él, en Madrid… ¿ahora pasas la casa al único que no veló por ti?
Manuel suspiró, el techo de la cocina le oprimía. Esa conversación se repetía cada semana con variantes, siempre con el mismo estruendo. ¿Por qué era tan difícil comprender? Antonio tenía tres chicos y esposa; y Carmen ya tenía su propia casa, aunque fuese alquilada.
— Escúchame, nena. Antonio… lleva conmigo desde que era un crío. Cada ladrillo de esta casa lo puse yo con mis manos. Siempre imaginé que le quedaría a él.
— Pero te cuidé, ¿no? ¿No fui quien vino los sábados a ponerte la medicación, quien te preparó el caldo con el que saliste del hospital? ¿Dónde estuvo Antonio entonces?
— Carlos, su mujer, ya era médica. Pero tú… tú vivías a dos pueblos de aquí. No te costaba tanto cuidarme.
— Mientes — lo señaló con el dedo. — Mamá también estaría aquí. Ella nunca permitiría una injusticia así.
— Mamá siempre supo que esta casa sería para Antonio. Y vosotros dos, planeamos ayudarte a vosotros con otro piso.
— Mamá murió hace años — gritó, y las lágrimas le resbalaron por las mejillas. — Ahora solo dices esas cosas para tapar el trato que me das. Como si fueras a compensarme con migajas.
La puerta se abrió de par en par. Paulina, su hija de once años, apareció en el umbral, con el pelo mojado del baño. Miró a su madre y a su abuelo, y se quedó quieta.
— Mamá… ¿por qué gritas otra vez?
Carmen se giró bruscamente y se calmó la voz.
— Vete a tu habitación, Paulina. Esto es cosa de adultos.
— Perdona, abuelo… — murmuró, y salió.
Manuel no respondió. Se sentía como un anciano que ya no entendía nada. Al final, Carmen lo miró con las manos apretadas alrededor de la servilleta.
— Supongo que no has pensado en un reparto justo. Si no, iré a los tribunales. No pienso consentir que me den la parte de atrás del jardín.
Manuel no sabía qué decir. Era la primera vez que mencionaba la justicia. Un escalofrío le recorrió las costillas.
— Carmen… no digas eso. No está todo escrito.
— Ya lo sé, Manuel. Antonio se lo dijo. Hicisteis el acta de donación, ¿verdad? Para que me quedara con el trastero.
— No fue así…
— No mientas. Lo hice para que fueran más fáciles las cosas. Y ya está bien.
— Iré al banco. Si tienes quejas, dile a Antonio que…
— No. Ya hiciste suficiente. — Se levantó bruscamente. — Adiós, papá.
Al salir, Paulina la esperaba con una mochila. — Mamá, ¿vienes?
— Sí, hija. Lamento molestarte, abuelo.onga, vamos.
Manuel los vio alejarse por el camino, como dos figuras solitarias bajo la lluvia. Se apoyó en la ventana y se preguntó si había cometido una falta imperdonable. Cuando Vivian las tradiciones, se piensa que lo demás se ajustará solo. Pero ¿acaso el amor tenía que cambiar solo porque se respetara un orden secular?
Sonó el teléfono. Antonio.
— Papá, ¿cómo estás? — sonó alegre. — Venimos el viernes a la casa. Elena ya tiene todo listo, los niños también.
— Estoy bien… Ahora sí.
— ¿Carmen te dijo ya? — preguntó con tono de fastidio. — Te dije mil veces que haría una escena. ¿Y has visto lo que acaba de pasar? — bajó la voz. — Lo digo en serio. Ella siempre se cree dueña de todo. ¿Qué más quieras? ¿Que se vote a la luz de las velas por un postre?
— Antonio— suspiró—, ella también vive mal. Carlos no la soporta, y Paulina…
— Total, papá. Lo que digas. Lo importante es que no estés solo. Lo demás, se resolverá.
— Pero… no sé…
— Deja. Estoy aquí, ¿no? Le diré a Elena que mande recuerdos.
Las llamadas seguían acumulándose. Carmen lo llamaba una y otra vez, como si cada silencio llevara un peso. Y por cada pregunta que le hacía, la impotencia crecía. ¿Qué podía ofrecer ahora, si el daño ya estaba hecho?
Una noche, cuando la niebla caía como una toalla sobre la casa, Manuel decidió volver a hablar.
— Antonio… — preguntó con voz firme. — Pascal. ¿Y si dividíramos el terreno? La casa tiene suficiente… podría construirse otro piso. Paulina quiere venir, ¿verdad? Ella… parece hormiguear por aquí.
— ¿Estás loco? — protestó Antonio. — Hacer esas cosas de nuevo, ahora, con mi situación… ¿Y qué pasa con Elena, con los tres niños?
— Ella también tiene que vivir.
— Mira, papá. Yo no me voy a desamparar con un plan tan absurdo. No soy un trabajador de fábrica. Yo soy quien construye las casas. Y si no fuera por eso… para qué seguir discutiendo.
Manuel se quedó callado. ¿Dónde había quedado aquel niño que le ayudaba a levantar ladrillos? Ahora era un hombre que había pagado con su sudor cada bocado, y sin embargo, parecía no entender nada.
— No importa… — susurró. — Como tú digas. Será mejor que me atienda un médico si es que todavía puedo.
Llegaron los días de verano. Antonio y Elena se instalaron con los niños y la casa rebosaba de risas y gritos. El abuelo, en el cuarto de la planta superior, contemplaba cómo todo volvía a ser normal. Pero su mente regresaba una y otra vez a Carmen y a Paulina, adormecidas en un piso estratégicamente alquilado en Segovia.
Una mañana, al salir del garaje, sorprendió a Paulina en la puerta.
— Tío… — se abrazó a sus piernas y él la levantó en brazos. — ¿Por qué mamá llora tanto ahora?
— No te preocupes, hija. Tu madre es fuerte.
— Ella dice que vamos a dejar aquí. Papá y ella… ya no se llevan bien.
Manuel sintió que las palabras le daban un puñetazo en el pecho.
— ¿Y vosotros… vendréis conmigo?
— No se lo dice. Dice que va a buscar trabajo en otro sitio. Que con lo que nos da el coche de papá, ni cena tenemos. — Paulina se quedó quieta. — Pero papá dice que los tuyos también están igual.
— Idiota. — le acarició el pelo. — Tus padres… están mal. Pero te tienen a ti. Y a mí.
— ¿Tú crees?
— Claro. Ven, te voy a preparar infusiones. Míramelo a esto. Pero antes, saldré. Debo hacer unos recados.
Se separó de su nieto, con una determinación que le hizo olvidar la falta de sueño. Entró en el notario, revisó la documentación, y firmó la orden de cancelación.
— ¿Se lo dijo a usted? — preguntó al notario.
— No. Fui yo. Viendo lo que había.
La casa, ancestral, la corrala, la tierra… todo era terreno para dividirse. Dos pisos, uno para cada familia. Sin más.
Esa tarde, llamó a Carmen.
— Mamá… ¿puedes venir?
Ella acudió, con rostro cansado y ojos tristes. En la sala, Antonio y Elena ya estaban.
— Papá… — murmuró Carmen al verlos.
— Lo he pensado — dijo Manuel con propiedad. — Vendremos a hacer el trato. La casa se venderá, y ambos tendrán un piso.
Paulina, al ver a su madre, corrió a abrazarla.
— Mamá, ya podemos dormir aquí.
Carmen lloró de nuevo, pero esta vez con una sonrisa.
— Gracias, Manuel.
Esa noche, bajo las luces de las farolas, Manuel miró hacia el horizonte. Era hora de reparar lo que había roto con su miedo al cambio. El amor, en su forma más castellana, no podía partirse por las normas.
Y así, con los tratos hechos y los niños riendo por igual en ambos pisos, la vida volvió a tener sentido.







