Hogar para el hijo, desaire para la hija

— ¿Y ahora qué? ¿Acaso vas a darle simplemente la casa a él? ¿Y yo qué? ¿Habré de meterme a mí y a los niños a la calle? — Laura se levanta bruscamente del sillón, su rostro enrojecido de cólera.

— Laura, tranquila, cariño. No es eso. No es que os eche a la calle. Te puedo ayudar con el piso, pondré yo la primera cuota — dice Miguel con voz apaciguadora, aunque Laura ni siquiera lo mira.

— ¡La primera cuota! ¿Te das cuenta de lo caro que cuesta un pisito hoy en día, no? ¿Sabes los porcentajes de hipoteca? ¿Y a Carlos, se lo das enterito? ¿Gratis? ¿Por tener unos ojos lindos?

— Él es mi hijo, Laura.

— ¿Y yo qué? ¿No soy tu hija? — La voz de Laura tiembla. — Veinticinco años fui tu hija, ¿y ahora de repente no?

Miguel suspira con desesperanza y se deja caer en el sofá. Esta conversación lleva ya tres veces que la tienen esta semana. Cada vez lo mismo: gritos, lágrimas, acusaciones.

— Laura, por favor, entiéndeme de una vez. Carlos, con Yolanda y los tres pequeños, está todo apretado en un piso de dos habitaciones. Y ya viene otro en camino. Tú y Antonio, en cambio, tenéis vivienda propia.

— ¡De alquilada, papá! — lo interrumpe Laura.

— ¡Pero es un piso de tres habitaciones! Y ya te dije, no es que te abandone. Solo que la casa… — titubea. — La construí cuando nació Carlos. Yo mismo puse cada piedra. Siempre imaginé que se la dejaría al hijo.

— Claro, al hijo — le escupe Laura. — ¿Y qué hay de mí? ¿De las veces que te cuidé cuando estuviste enfermo? ¿De las noches que me subía a tu piso, a dos barrios, para ponerte inyecciones, prepararte comidas? ¿Dónde estaba Carlos entonces? ¿En Madrid, ganándose el sueldo?

Miguel se frota los ojos. Hace cinco años que Carlos se fue a Madrid, rindiéndose a la vida dura. Trabajaba doble jornada para mantener a su familia. Y Laura… sí, se ocupó de él después del infarto, pero ella vivía a dos paradas, no a cientos de kilómetros.

— Laura, la casa siempre fue para el hijo. Eso fue lo que acordó mamá y yo antes incluso de que tú nacieras. Es así de simple.

— ¡Mamá! — Laura resopla amargada. — Mamá jamás permitiría tamaña injusticia.

— Al contrario. Mamá siempre supo que la casa sería de Carlos. Y a ti te teníamos que ayudar con un piso.

— Mamá murió hace diez años — le interrumpe con lágrimas en los ojos. — Y tú, papá… solo quieres comprarme con migajas, ¿eh?

En la puerta aparece Lucía, de nueve años, observando con expresión aterrorizada a su madre chillar y a su abuelo callado.

— Mami, ¿por qué gritas?

Laura se vuelve rápidamente y baja el tono de voz:

— Vete a tu habitación, Lucía. Los mayores estamos hablando.

La niña duda, pero obedece. Laura se hunde pesadamente en el sillón.

— Miguel, ya lo entiendo. Siempre Carlos ha sido el primero, ¿verdad? Siempre lo mejor para él, y lo restante para mí. Si no quieres repartir la herencia decentemente, pues a tribunal. Me llevaré mi parte, créeme.

Miguel se desanima. Hasta ahora, Laura nunca había mencionado el juicio.

— Laura, ¿para qué tanta…? Aún estoy vivo. ¿De qué herencia hablas?

— ¿Es que no te enteras, papá? Sé que ya firmaste la donación con Carlos. Me lo dijo él. Se la quieres dejar a él, ¿no es cierto?

El abuelo calla. Efffectivamente, hace un mes firmó la escritura. Carlos insistió. Dijo que así evitarían problemas más adelante. Miguel remueve el pensamiento oscuro.

— Hice lo que consideré justo. A ti también te ayudaré, te lo prometo. Pero la casa será de Carlos.

Laura se pone de pie de repente:

— Pues bien, ¿sabes qué? — Habla rápido, agarra su mochila y sale corriendo. — ¡Lucía, date prisa, nos vamos!

Lucía aparece un minuto después, sonríe tímidamente al abuelo.

— No te enfades con la mami, abuelo. Solo está cansada.

Miguel fuerza una sonrisa y le acaricia el pelo.

— Anda, princesa. No hagas esperar a tu mami.

Cuando la puerta se cierra con estruendo, Miguel se levanta y se acerca a la ventana. Laura, sujetando a Lucía de la mano, camina decidida hacia la cancela del jardín. Al llegar, se vuelve rápido, como si sintiera la mirada del padre, y luego da la espalda y tira de la valla metálica.

El abuelo mira con tristeza cómo se aleja la hija y la nieta. ¿Acaso Laura tiene razón? ¿Acaso fue injusto con ella? Los hijos deberían ser iguales para el padre, pero el patrimonio… siempre termina en el hijo. Es una tradición. En la familia, los bienes siempre van al varón. El abuelo, el padre, ahora él… y luego Carlos.

Las hijas se casan, reciben dote, y se van a otras casas. Los hijos se quedan para cuidar, perpetuar la familia. Por eso les toca el caserón.

El teléfono suena, interrumpiendo sus pensamientos. Es Carlos.

— Pa, ¿cómo estás? — suena animado. — Ya estamos en camino, como hablamos. Yolanda está preparando las maletas, los niños están listos.

— Sí, hijo. Bien. Estoy esperando.

— ¿Mamá se ha pasado por aquí? ¿Le diste la noticia?

— Sí, le dije… — Miguel duda. — Tomó bastante mal la noticia.

— Lo imaginaba — responde Carlos con fastidio. — Ella siempre fue ambiciosa. ¿Otra escena, no?

— Carlos, no digas eso de tu hermana. A ella también le cuesta. Con Antonio, la convivencia no es fácil, siempre falta dinero…

— ¿A quién no le va bien? — le corta su hijo. — Yo también pago a diario, pero al menos trabajo. Ella, ¿qué hace?

— Laura también trabaja — dice Miguel con calma.

— Tres días a la semana en esa biblioteca… ¿Eso es trabajo? Es una anti… Bueno, papá, lo principal es que no te preocupes. Cuenta con nosotros. Ese caserón será tuyo, lo sabes — dice Carlos con seguridad.

Miguel pone cara de gracia forzada. Carlos apenas venía una vez al año, y cuando venía, se iba en menos de cuarenta y ocho horas. Aunque, cierto que su vida no era fácil. Tres criaturas, una mujer, una casa grande…

— Claro, hijo. Entenderé — dice con voz plana.

Después de la llamada con el hijo, en el pecho se turba más la carga. Muy lentamente, se pasea a la cocina, pone el hervidor. El viejo caserón crujía en las junturas como si protestara. Afuera ya amanecía, y este otoño llegó más pronto, más frío.

Vuelve a sonar el teléfono. Esta vez, es Laura.

— Papá — su voz es grave, seca. — Perdona por el numerito. Me puse bruta.

— Tranquila, corazón mío. Lo entiendo.

— No, no entiendes. Ni yo entiendo. Simplemente… me dolió. Siempre creí que eras igual de cariñoso conmigo y con Carlos. Ahora veo que no es cierto.

— Laura, sois mis hijos, y os quiero siempre igual — Miguel siente que la garganta le duele. — Pero la casa… siempre fue para el hijo. Es una tradición.

— Una tradición — repite Laura. — ¿Sabes qué año es, papá? ¡El veinte y tantos! ¿Qué tradición, qué? La igualdad debe reinar.

Miguel no sabe qué decirle. Laura espera un momento y continúa, más tranquila:

— Bien, papá. Pensé y… ya no llevo. Aunque es una tontería. Somos familia. Pero tampoco volveré a verte. No puedo. Duele demasiado.

— Laura, por favor, que no digas…

— No, papá. Ya está decidido. Ve a ver a Lucía si quieres, no te lo impediré. Pero yo… yo no volveré.

Miguel siente caer una lágrima por la mejilla.

— Da, hija, por favor, entiende…

— Adiós, papá.

En el auricular suenan tonos cortos. Miguel permanece sentado, inmóvil, el teléfono en la mano. Afuera, ya oscurece del todo. El hervidor se enfrió hace mucho. En la casa, todo es silencio.

Los días siguientes marchan ajetreados. Carlos trae a su familia, se llena la casa de niños, risas, trajín. Yolanda inmediatamente se pone a limpiar, a reorganizar. Carlos carga cajas, monta el armario de la habitación infantil. Santiago y Lucía, de cinco y tres años, corren de un lado a otro, explorando su nuevo hogar.

A Miguel le dejan su vieja habitación. Yolanda la acondiciona con cuidado: un sillón cómodo, cortinas nuevas, una colchoneta ortopédica.

— Papi, ¿tienes suficiente espacio para tus cosas? — pregunta con cariño. — ¿Necesitas otra mesita?

— No, no, preciosidad, está bien — se desvía. — ¿Qué cosas me pueden hacer falta?

Por las noches, todos comparten en la cocina. Yolanda prepara la cena, Carlos habla de sus planes. Quiere construir una habitación más, cambiar el tejado, instalar calefacción nueva.

— Papá, qué suerte tienes, que trabajo en temas de construcción — ríe. — Todo con descuento, por conocidos.

Miguel asiente con sonrisas, pero sus pensamientos están lejos. Todo el tiempo piensa en Laura, en Lucía. ¿Cómo andan allá? Su hija no llama, le responde con monosílabos, pretextando que está ocupada.

Unas noches tímidas, cuando los niños duermen y Yolanda se retira a la ducha, Miguel decide hablar con su hijo.

— Carlos, he pensado mucho en Laura…

Carlos frunce el ceño.

— ¿Qué más te da ahora? ¿Otros dolores por dinero?

— No, hijo. Solo… ¿Quizá hicimos mal en el reparto de la casa? ¿No hubiese sido mejor una solución diferente?

Carlos posa el periódico que leía y lo mira.

— Papá, todo lo hicimos bien. La casa always se pasa por línea varonil. Eso me lo enseñaste tú desde niño. Además, somos una familia grande. Nos hace falta el caserón.

— Laura también tiene una familia — le replica con suavidad.

— Una familia… — Carlos resopla — Antonio, el mariquita, y una niña. Tienen su piso de alquiler. Y nosotros, tres críos y, por fin, un poco de espacio propio.

— Quizá… podríamos dividirlo. Tiene un terreno grande, se podría…

— Papá — Carlos lo mira con severidad — todo está decidido, todo está firmado. Laura solo se cansa, siempre lo hizo. ¿Recuerdas la escena que hizo cuando le regalaste coche a los dieciocho?

— Pero luego también ella recibió algo…

— Dos años más tarde, y ni siquiera un coche, sino solo clases de conducción. Ella ni siquiera trabajó para conseguirlo. Siempre todo servido en bandeja.

Miguel suspira. Su hijo tiene un ápice de razón. Laura siempre fue más consentida, más frívola. A diferencia de prudente Carlos, ella parecía vagar con la corriente. Pero ¿era culpa suya o de su mujer? ¿O tal vez simplemente de la forma en que los educó?

— Además, — continúa Carlos — ella está casada. Que se ocupe su marido. Y por ti, me encargaré yo de ti en la vejez. Eso es justo.

Entra Yolanda, secándose el pelo con una toalla.

— ¿Qué más discutís, los dos?

— Nada, — sonríe Carlos — el papá se preocupa de que le estemos quitando espacio a Laura.

Yolanda se sienta a su lado y le toma la mano.

— Papá, no lo pienses tanto. Lo hiciste todo bien. Laura entenderá con el tiempo. Y nosotros te cuidaremos, te lo prometo.

Miguel sonríe agradecido. Yolanda es una buena persona, cariñosa. A Carlos, le tocó buena suerte.

La vida vuelve a su rutina. Miguel cuida a los nietos, labra el huerto. Carlos y Yolanda trabajan y amueblan la casa. Con el tiempo, el hombre se adapta a la nueva situación. Pero los pensamientos sobre Laura nunca lo abandonan.

Un día de amanecer, todo está en silencio. Carlos ya está en el trabajo, Yolanda llevó a los chicos al colegio. Suena el timbre. En la puerta se interna Lucía.

— Abuelo, hola — corre a abrazarlo. — ¡Te eché de menos!

— ¡Mi cielo! — Miguel la abraza con fuerza. — ¡Cómo creciste en estos tres meses!

— Dos centímetros, ya lo sabes. Y además, soy una notaria. ¿Quieres ver mi cuaderno de notas?

— Claro, pasa, mi cielo. Pongo té.

Mientra toman, Lucía le cuenta del colegio, de la profesora nueva, de sus amigas. Miguel escucha atento, tratando de no omitir detalle.

— ¿Y mamá? — pregunta, con cuidado.

Lucía se oscurece de repente.

— Mamá llora, aunque intenta que no la vea. Se pelea con papá.

— ¿Se pelean mucho?

— Sí. Papá dice que no somos nadie, y mamá dice que culpa de él. Y luego papá se va, y mamá llora. — Lucía espera un instante y añade — Además, mamá dijo que pronto nos mudaríamos.

— ¿A dónde?

— No sé, — encoge los hombros. — Mamá dijo que ha encontrado trabajo en otra ciudad. El colegio cierra, y no tenemos suficiente dinero…

Miguel siente un pinchazo en el pecho. ¿Así que Laura se mudará? ¿Y se llevará a la niña?

— ¿Y papá vendrá también?

Lucía niega con la cabeza.

— No. Papá se queda aquí. Ellos van a divorciarse.

Eso le pegó como un hierro al rojo vivo. Miguel sabía que el matrimonio de Laura no andaba bien, pero el divorcio…

— Abuelo, ¿puedo seguir viniendo a visitarte en las vacaciones, aunque nos mudemos lejos?

— Claro, mi cielo, desde luego — lo abraza. — Siempre serás bienvenida.

Cuando Lucía se va, Miguel se queda inmóvil, pensativo. Miles de ideas se le cruzan. Laura se va, se divorcia. Queda sola con una niña en una ciudad desconocida. Y él, su padre, no le ayudó nada en el momento difícil. Al contrario, quitó la última esperanza: la de vivir en la casa de la familia.

Por la noche, cuando todos están a la mesa, Miguel es raro: callado. Carlos y Yolanda hablan de sus planes de fin de semana, los niños juegan, pero el hombre solo piensa y repiensa.

Finalmente, cuando Yolanda se retira con los pequeños y Carlos encara la tele, Miguel decide hablar.

— Carlos, tengo que hablar contigo.

Carlos quita los ojos de los partidos y lo mira con interés.

— ¿Qué pasa?

— Laura se divorció de tu hermana y se mudará a otra ciudad.

— Pues, florecita, es lo lógico. Antonio solo es un perdedor alcohólico. ¿Qué más puede hacer?

— No es eso — lo interrumpe. — Quiero ayudar a Laura.

— ¿Ayudar? ¿Cómo?

— Vendré a vender la casa — dice Miguel.

Carlos se levanta del sofá.

— ¿QUÉ?! ¿Vender? ¡Te has vuelto loco! ¿Olvidaste que ya está en mis manos? ¿La donación?

— Cancelaré la donación. He investigado, se puede, con un juez.

— Papá, — Carlos tiembla de ira — ¿acaso eres serio? ¿Y nosotros? ¿Y los niños? ¿Nos echamos de vuelta a un piso petit?

— No, hijo. Todo está pensado. Venderemos la casa y compraremos dos pisos. Uno para vosotros, otro para Laura y Lucía. Tengo dinero suficiente, algo, pero para las primeras cuotas alcanza.

— ¿PERO QUÉ TE METE LA LORNA, PADRE? — Carlos aprieta los puños. — ¿Otra vez Laura te habló? ¿Te lloró? ¿Te lo contó?

— No, hijo. Laura no vino. Vino Lucía. Tu sobrina. Ella me contó que su madre llora constantemente. Que se van a otra ciudad. Que me precisan. ¿Acaso quieres que Laura se vaya, que no vea a la niña más?

— Papá, me estás entendiendo mal. Nadie les prohíbe venir de visita…

— De visita — resopla Miguel. — ¿Y allá, dónde vivirán? En un piso de alquiler, en otra ciudad.

— ¡Pero la casa! — Carlos se deja caer con cara de consternación. — Es nuestra casa. La herencia familiar, la de los abuelos.

— La casa — dice Miguel con un rastro de amargura — es solo piedra. Pero la familia, son los seres queridos. No puedo preferir a un hijo por encima de otro.

En la puerta aparece Yolanda, oyendo la conversación con disimulo.

— Carlos — le dice con dulzura —, en eso tienes razón, papá. A Laura le va peor que a ti. Tienes tú apoyo, la tienes a mí. Ella está sola.

— ¡Y tú también crees en eso! — Carlos mira a su mujer con resentimiento. — Hemos esperado tanto por este caserón, ¡tanto planificado! ¿Ahora, al perro bajo cola?

— No, sino a tu hermana y sobrina — responde Yolanda con firmeza. — Carlos, dime, si se tratara de tu hermana, ¿qué querrías tú?

Carlos vuelve a quedarse en silencio, mirando fijo al frente. Al final, exhala con fuerza.

— Coño, mejor hacer lo que hagan. Solo que luego no os quejéis si Laura se va a pique y vuelve a quedarse en bancarrota.

Miguel se levanta, se acerca a su hijo y le pone la mano en el hombro.

— Gracias, hijo. Sabía que me entenderías. Eres mi hijo.

Al día siguiente, Miguel llama a su hija.

— Laura, hay que vernos. Es urgente.

— Papá, estoy ocupada. Además, no tenemos qué…

— Es por la venta de la casa — interrumpe Miguel. — Ven hoy a las seis.

Laura aparece a la hora indicada. Parece cansada y delgada. Carlos y Yolanda también están en casa, sentados como en una reunión seria.

— Anda, entrá, niña — le cede Miguel el paso. — Siéntate. El asunto será pesado.

Laura se sienta con precaución, mirando con desconfianza a su padre, luego a su hermano.

— He decidido vender la casa — anuncia Miguel. — Y comprar dos viviendas. Una para vosotros, otra para ti y Lucía.

Laura se congela, sin creer.

— ¿Qué? ¿Cómo? ¿Y Carlos? ¿Y la donación?

— Cancelaré la donación — responde tranquilamente Miguel. — Carlos está de acuerdo.

Laura mira a su hermano. Este asiente con cara de mal humor.

— ¿Por qué? — pregunta suavemente.

— Porque sois mis hijos — responde Miguel simplemente. — Y no puedo preferir a uno por encima del otro. No debí ni siquiera intentarlo.

Laura cubre la cara con sus manos, temblándole los hombros. Yolanda se le acerca y la abraza.

— Todo irá bien, Laurita. Juntas lo lograremos.

Miguel mira a sus hijos y siente cómo el peso que oprimía su alma durante meses empieza a flojear. Tomó la decisión correcta, y la única válida.

En primavera, la casería se vendió. En su lugar, a la familia se le dieron dos pisos: uno de tres dormitorios para Carlos, otro de dos para Laura. Miguel se trasladó a la de su hija, para mayor facilidad. Le dieron a Laura un puesto en la biblioteca escolar, donde se adaptó rápido y hasta organizó un club literario.

Y en verano, ambas familias fueron a la playa. Sentado en la orilla, viendo a Carlos y Yolanda jugar al vóley con Laura, y a los niños corretear entre las olas, Miguel reflexiona sobre lo cerca que estuvo de cometer un grave error. De destruir lo más valioso que poseía: su familia.

La casa es solo piedra. La familia, son los corazones que te aman. Y también los que tú amas.

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MagistrUm
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