«El piso en el que ya no somos bienvenidos»: cuando una madre convirtió el hogar en un campo de batalla
Antonio trabajaba en su despacho cuando sonó el teléfono. En la pantalla aparecía el nombre de su esposa. Se sorprendió; rara vez le llamaba a media jornada.
—Hola, Lucía. ¿Pasa algo? Estoy un poco ocupado —dijo, apartando la vista del ordenador.
—Sí, pasa —su voz temblaba, entrecortada—. Nos han echado. ¡No tenemos dónde vivir!
—¿Qué? —Antonio se levantó de un salto—. ¿Ha pasado algo con el piso? ¿Un incendio? ¿Un robo?
—El piso está bien… pero ya no podemos vivir aquí —susurró Lucía.
—¿Qué quieres decir con que no podemos? ¿Quién puede prohibirnos vivir en nuestro hogar?
—¿Quién va a ser? ¡Tu madre! —exclamó ella, y en su tono se mezclaban el dolor, la rabia y la desesperación.
Hace años, cuando se mudaron a Madrid con sus hijas —la mayor tenía siete años, la menor, cinco—, empezaron de cero. Alquilaban, trabajaban sin descanso. Hasta que la suerte les sonrió: el padre de Lucía heredó un piso de un pariente lejano.
—Vivid aquí —les dijo él—. Soy jubilado, los impuestos no son problema. El piso está a mi nombre, pero no os molestaremos.
Hicieron reformas, compraron muebles. Lo creyeron suyo, aunque legalmente no lo fuera. Pero Lucía vivía con una inquietud constante.
—Hemos invertido todo aquí, pero los papeles no están a nuestro nombre —decía a su marido.
—No te preocupes. Tus padres nos respaldan. ¿Quién nos echaría? No somos extraños.
Pero ocurrió lo peor: los echaron. Y no fueron extraños, sino su propia familia.
Todo empezó en el aniversario del padre de Antonio. Celebaron juntos, pero al día siguiente, la suegra anunció:
—Hemos decidido que Javier, nuestro sobrino, vivirá con vosotros. Ha entrado en la universidad y el residencial está lleno. Tenéis espacio de sobra. Además —añadió—, el piso es nuestro, así que decidimos quién vive aquí.
Lucía se contuvo para no gritar. Pero Antonio solo asintió:
—No hay problema. Hay sitio.
Quiso protestar, pero calló. No era el momento. Sin embargo, algo se rompió dentro de ella.
Javier se instaló como si fuera el dueño. Comía en el sofá, dejaba todo sucio, maltrataba las cosas. Y luego llegaron los padres de Antonio, como si fueran inspectores.
—¡Los zapatos de Javier están llenos de barro! —reprendía la suegra—. ¿Por qué no has lavado su chaqueta? ¿Y los bizcochos? ¿Dónde están?
Mandaba como una general. Cocina, limpieza, todo. Hasta que un día, sin rodeos, le espetó a Lucía:
—No entiendo cómo mi hijo vive contigo. Deberías irte. Deja el piso.
—¿Adónde voy? Las hijas tienen sus propias familias, el alquiler está por las nubes…
—No es mi problema. Haz las maletas.
Cuando Lucía se negó, la suegra amenazó:
—Se lo contaré a Antonio. Firmará el divorcio.
Lucía, en silencio, empacó llorando.
Antonio lo supo y dejó todo al instante.
—Mamá, ¿qué demonios estás haciendo? ¿Has echado a mi mujer?
—Sobraba. ¡Y además, bebe!
—¿Qué?
—Oí botellas en una bolsa. ¿Qué escondes? No permitiré eso en mi casa. El piso es mío, y yo decido.
—¡Era la basura que Javier sacó!
—¡No culpes al chico! Si ella vuelve a aparecer, no te quejes después.
—Entonces me iré con ella.
—Mejor. Javier tiene novia, necesitará espacio.
Antonio apretó los puños.
—Bien. Dos días.
—Lucía, no llores. Lo sacaremos todo —Martín nos ayudará, tenemos el garaje. Todo saldrá bien. Compraremos un piso. No será como soñábamos, pero será nuestro.
Tres días después, la suegra volvió con Patricia, cargada como para una guerra: pescado, carne, latas, bolsas de verduras…
—¿Se han ido? —preguntó Patricia, atónita.
—Vacío… No hay cocina… ni nevera… ni muebles…
—Lo guardaremos en el balcón.
—¡Pero está lloviendo! ¡Mamá, aquí ni siquiera hay donde dormir!
Carmen llamó a su hijo. No contestó. Las nietas tampoco.
—Carmen, soy la abuela… —balbuceó en un mensaje a una de ellas, pero la respuesta fue:
—¡No llames más!
En el piso solo quedaba un sofá viejo y sucio. Y un barreño en el baño, símbolo del final.
Seis meses después, Lucía cocinaba en su nuevo hogar. Sonó el teléfono. Número desconocido.
—Hijo, soy yo… Tu madre… No me llamas… Lo siento. Vuelve. Venid a vivir aquí.
—Ya vivimos. En nuestro piso.
—¿Vuestro? ¿Para qué queréis otro? ¡Tenéis este!
—El vuestro es vuestro. El nuestro, nuestro.
—¿Y las nietas? ¡Me han abandonado!
—No necesitan nada. Tenemos de todo. Olvidaos de este piso. No volveremos.
Antonio colgó. Ese capítulo de su vida había terminado. Y nunca se reabriría.
*La avaricia rompe el saco, pero el amor verdadero construye un hogar donde nadie puede echarte.*