Hogar de Esperanza

**Un Hogar para Esperanza**

Antonio siempre admiró a su hermano mayor y desde niño quiso ser como él. Comía lo mismo que Miguel, aunque le desagradara. Si Miguel salía sin gorra, Antonio también se la quitaba. Su madre regañaba al mayor: «Póntela, que tu hermano cogerá un resfriado».

Seis años los separaban, pero para Antonio era una eternidad. ¿Por qué no nació solo dos o tres años después? Cuando Miguel salía con sus amigos, nunca lo llevaba.

«No soy tu niñero. Los demás se reirán de mí», decía Miguel con desdén.
Antonio rompía a llorar.

«¡Basta! O no volveré a dibujar contigo».

Y Antonio callaba al instante, como si le hubieran apagado.

Miguel dibujaba bien. Antonio observaba embobado el trazo ágil del lápiz sobre el papel. Intentaba imitarlo, pero solo hacía garabatos. Entonces Miguel se sentaba a su lado y le explicaba con paciencia cómo sostener el lápiz, qué presión usar. Esos momentos, hombro con hombro, eran los más felices para Antonio.

Claro que también peleaban. A veces Miguel lo zarandeaba. Antonio, frustrado, se vengaba: escondía sus lápices o dibujaba bigotes en sus retratos. Miguel le daba collejas y lo llamaba «enano» o «cachorro», algo que Antonio odiaba.

Un día, Miguel lo llevó al parque donde se juntaban los chicos del barrio. Se escondían tras los arbustos a fumar.

«Si le dices a nuestros padres, te arranco la cabeza», amenazó Miguel, escupiendo entre los dientes.
Antonio no dudó de que lo haría. Incluso cuando Miguel le pegaba fuerte, nunca se quejaba.

En el colegio, todos sabían que Antonio era el hermano de Miguel. Nadie lo molestaba. Miguel no era un gamberro, pero inspiraba respeto. Practicaba lucha libre y peleaba como un demonio. Pocos se le enfrentaban.

Antonio convenció a su madre de apuntarlo al mismo gimnasio. Pero, como con el dibujo, no se le daba bien. No le gustaba pelear. Al poco, lo dejó, aceptando por fin su inferioridad. Dejó de esforzarse por emular a su hermano y se sumergió en los estudios. Allí sí le superaba.

Miguel era bueno con los puños, pero mediocre en clase. Tras el instituto, entró en la Politécnica para estudiar arquitectura. Sus dibujos empezaron a repetir una misma figura femenina. Nada especial, según Antonio.

Ahora Miguel tenía su vida universitaria, sin espacio para Antonio. Llegaba a casa tarde, distraído, ensimismado.

Un día, Antonio encontró un poema en su cuaderno. Supo al instante para quién era: la chica de sus dibujos.

En una charla, soltó: «Podrías buscarte una más guapa. Dibuja a alguien como Marta Jiménez. Es la más bonita de la clase. No, del instituto entero. A ella deberías dedicarle poemas». Y citó un verso del poema de su hermano.

No supo qué golpeó primero. Despertó en el suelo, con la mejilla ardiendo como si le hubieran clavado un hierro al rojo.

«¿Qué te pasa? ¿Otra pelea?», preguntó su madre en la cena, escrutándolo.

Miguel resopló, indiferente, y siguió devorando su plato de macarrones.

«Resbalé. Me di contra un bordillo», masculló Antonio, con dolor al hablar.

Su madre miró a Miguel con severidad. Él se encogió de hombros. Ella sacó un trozo de carne congelada, lo envolvió en un trapo y se lo dio.

«Póntelo en la mejilla».

En quinto curso, Miguel anunció que se casaría y traería a su novia el fin de semana.

«¡Ja, el novio!», soltó Antonio.

«¿Tienes algún problema?», preguntó Miguel, clavándole una mirada peligrosa.
Antonio entendió que no debía burlarse. Aún recordaba el dolor del primer golpe.

«No, me alegro. Pero no viviremos juntos, ¿no? Así tendré la habitación para mí. ¡Genial! Por fin no oiré tus ronquidos. Espero que no cambies de idea».

Miguel se relajó, dándole una palmada. «No la cambiaré. Suerte tienes, hermanito».

Esperanza era dulce y hermosa, de ojos claros como miel, nariz respingona y pelo castaño rizado. Transmitía primavera.

Apretaba la mano de Miguel mientras respondía con valentía a las preguntas de sus padres. Se notaba que lo adoraba. Antonio sintió celos. Para él, Miguel era el mejor hermano. Y esa Esperanza…

En la mesa, Antonio la observaba a hurtadillas. Y, poco a poco, le gustó.

«No mires así a la novia de tu hermano», dijo su madre cuando Miguel salió a despedirla.

«No es para tanto. Encontraré a alguien mejor», replicó Antonio con desprecio.

Tras la boda, Miguel se mudó con Esperanza y su madre. Rara vez volvía. Había madurado de golpe. Al graduarse, entró en la mayor constructora de la ciudad. Al año, nació su hijo. El piso se les quedó pequeño, y Miguel empezó a construir una casa. Él mismo hizo los planos, él mismo la levantó. Amigos lo ayudaron. Su padre lo apoyó, incluso económicamente.

Antonio, mientras, acabó el instituto y eligió su propio camino: Derecho en la universidad. «Construir es para fracasados. Los inteligentes trabajamos con la mente, no con las manos», dijo con arrogancia.

Una vez, su madre lo envió a llevar ropa para su sobrino. Esperanza se veía más femenina, más bella. Antonio enrojeció al entregarle la bolsa.

«Pasa». Esperanza lo arrastró de la mano, riendo. «Miguel está de viaje, y se me rompió la cuerda del tendedero. ¿Puedes arreglarlo? No vuelve hasta dentro de tres días, y no tengo dónde tender».

Antonio arregló la cuerda. Luego, Esperanza le pasó al niño y puso la mesa. El pequeño lo miró fijamente antes de abrazarlo. Antonio sintió un vuelco. Era agradable sostenerlo, ver a Esperanza ocuparse de él.

La miró con otros ojos, los de su hermano. Y se perdió. Desde entonces, soñaba con ella. Paseaban los tres por el estanque, alimentando a los patos…

Antonio salía con chicas, incluso con Marta Jiménez. Pero le parecían tontas y egoístas.

Tres días después, Esperanza llamó a su madre. Ella palideció, casi suelta el teléfono.

«¡Dios mío!».

«¿Qué pasa?», preguntó su padre.

«Vamos a casa de Esperanza. Miguel no ha vuelto. Debía llegar esta mañana. Lo llamó al trabajo, pero no apareció. Dijo que llamó al subir al tren. Y nada más. No contesta el móvil».

Al día siguiente, la policía llamó. Habían encontrado un cadáver que coincidía con la descripción de Miguel. Su madre se desplomó. Su padre se quedó con ella; Antonio fue a identificarlo.

No había duda. Era Miguel. Por primera vez, Antonio entendió cuánto lo quería. Lloró allí mismo. El forense dijo que lo habían apuñalado y arrojado del tren. Sin testigos. Sin documentos.

En el funeral, Esperanza estaba pálida, petrificada. Solo lloró cuando bajaron el ataúd.

La casa de Miguel casi estaba terminada. Su padre y Antonio acabaron los detalles. Medio año después, se mudaron todos. Esperanza no quiso ir sola. Su madre tampoco quiso dejar su piso. Había espacio suficiente. Alquilaron el piso para pagar las deudas.

Esperanza caminaba triste, sin sonreír ni a su hijo. Nadie la vio llorar. QuizLos años pasaron, y en aquella casa llena de recuerdos, entre risas de niños y miradas cómplices, encontraron por fin la paz que tanto habían buscado.

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