Historia de Junio
Todo comenzó cuando los zapatitos infantiles que mi amiga Lola colgaba en su ventana, al no tener balcón, se cayeron hacia abajo.
—Te dije que esto acabaría así —refunfuñó la madre de Lola, quien solía visitar a su nieta—. ¿Y ahora cómo vas a recuperarlos? ¡Te lo dije mil veces, que no hay que saltar en los charcos! No tienes dónde secarlos, ¡y ni siquiera otro par de zapatos!
—Mamá, ¡pero si era una lluvia de junio! ¡Qué delicia caminar entre charcos!
—Este año junio está especialmente lluvioso.
Lola se asomó por la ventana: afuera brillaba el sol, y sí, los zapatos habían caído en el balcón del piso de abajo. Era un edificio nuevo, llevaban poco tiempo viviendo allí, y ni Lola ni su madre habían visto nunca al vecino de abajo. Se rumoreaba que allí vivía un viejo solterón.
Madre e hija solían quejarse del diseño del edificio: —¿Para qué quiere balcón ese vecino si nunca lo usa? ¡Mejor lo hubieran puesto en nuestro piso, así tendríamos dónde secar la ropa!
—Ve ahora mismo y llámale. ¿En qué irá Lucita mañana a la guardería?
Lucita, una niña de tres años con rizos rebeldes, más interesada en lanzar su conejo de peluche por la ventana que en preocuparse por sus zapatos, recibió un regaño de su abuela, quien cerró la ventana de golpe y le advirtió con un gesto.
Mientras, Lola ya había bajado a llamar al vecino.
—No está en casa. Como siempre.
La madre de Lola respondió:
—La señora Carmen, del primer bloque, dijo que trabaja como conductor de autobús. ¡A ver si adivinas cuándo vuelve! ¿Qué horario tendrá?
—Volveré más tarde —murmuró Lola.
Por la tarde intentó una y otra vez, pero el vecino nunca aparecía. Una amiga compasiva de Lola le prestó unos zapatos deportivos que ya no le quedaban a su hijo; servirían para unos días en la guardería.
Lucita no estaba nada contenta con su nuevo calzado. Pero no había alternativa. Día tras día, Lola y su madre bajaban, sin éxito, a esperar al vecino.
—¿Seguro que vive aquí?
—Yo lo vi anoche, cerca de las dos, con la luz encendida —comentó la señora Carmen, que había ido a pedir sal y a charlar—. Estaba persiguiendo a mi gato, ese bandido, que no quería entrar.
—¿A las dos de la mañana? Nosotras ya estábamos dormidas —respondió Lola, desconcertada.
—¿Y por qué no le dejan una nota? Escríbanle algo como: “Hola vecino, nuestros zapatos están en su balcón. ¿Podría devolvérnoslos? No le encontramos nunca en casa.”
—¡Vaya idea tan buena! ¡Con razón es usted la representante de la comunidad!
Así lo hicieron. Escribieron la nota, y Lucita colaboró dibujando la cara de un conejo: «¡El retrato de mi conejito!». Madre e hija bajaron solemnemente y deslizaron el papel bajo la puerta.
Esa misma noche, alguien llamó a su puerta.
—¡El vecino! —gritaron al unísono Lola y Lucita (la abuela ya se había ido, y la señora Carmen también se había despedido), y corrieron a abrir.
En el umbral había un hombre alto, de ojos azules, nada anciano. Llevaba el uniforme de conductor de autobús. Saludó con una sonrisa y les extendió los zapatos y unos juguetes: «Han aparecido en mi balcón, ¿son suyos?». Lucita asintió y, sin perder tiempo, preguntó: «¿Viste el dibujo de mi conejito? ¿Quieres verlo?». El vecino, desconcertado por su entusiasmo, asintió en silencio.
Mientras Lola le agradecía por los zapatos, Lucita ya lo arrastraba hacia su cuarto, y a lo lejos se oía su parloteo: «¡Yo no tengo papá, pero mi mamá hace un chocolate caliente riquísimo!».
—¿Chocolate caliente? A mí también me encanta —contestó el vecino, intentando seguir la conversación. Lola se animó:
—¿Quieres que prepare uno? Tengo una receta especial. ¿Te gusta con canela?
—La verdad, me da vergüenza, pero nunca digo que no a un buen chocolate. Mi abuela lo hacía así, con canela, desde pequeño.
Plática aquí, otra taza allá, se quedaron en la cocina hasta pasada la medianoche. Lucita ya dormía, pero no sin antes decirle al vecino: «Vuelve pronto, me caes bien». Y ellos, Lola y Javier, seguían hablando: de abuelas, de chocolate con galletas, de sus gustos, de la lluvia de junio, de cómo ser conductor de autobuses había sido su sueño de niño.
De repente, empezó a llover, un aguacero veraniego que traía frescor y el aroma de las flores bajo la ventana. Javier se incorporó: «Bueno, me voy».
Lola, casi como Lucita, le dijo: «¡Vuelve cuando quieras!», a punto de añadir, como su hija, que les había gustado mucho.
Y Javier volvió. Una y otra vez. Hasta quedarse para siempre.
—Ella siempre le prepara chocolate antes de su turno, ¡y fíjate que fui yo quien le enseñó la receta! ¡Y a los dos les encanta pasear bajo la lluvia! —contaba la abuela de Lucita, un año después, mientras paseaba en su coche al hermanito recién nacido.
La señora Carmen suspiró, soñadora: «Ay, el chocolate caliente…».