Hijos lejanos, corazones unidos: la vida de padres a distancia

Un nudo en la garganta: nuestros hijos en el extranjero, solo los vemos en las festividades

Cuánto los extraño

La gente a mi alrededor suele decirme: “¡Deberías estar feliz! Tu hijo ha hecho su vida en Estados Unidos, tiene familia, estabilidad. ¿No es eso felicidad?”

Sí, estoy contento. Claro que lo estoy. ¿Cómo no estarlo? ¿Qué más podría desear un padre para su hijo, si no verlo feliz?

Pero entonces, ¿por qué por las noches no logro conciliar el sueño? ¿Por qué cada tarde miro por la ventana, esperando un milagro que me permita escuchar esos pasos familiares en la puerta? ¿Por qué mi corazón duele al ver a los nietos de los vecinos jugando en el patio, mientras el mío está allá, al otro lado del océano?

No vi a mi nieto dar su primer paso. No escuché sus primeras palabras. Las pantallas y los monitores me impiden abrazarlo, no puedo tomar su mano y pasear juntos por el parque en otoño, no puedo enseñarle a montar en bicicleta. Todo lo que tengo son unos cuantos píxeles en una pantalla y una voz que, semana tras semana, parece más lejana, más ajena.

“Todos estamos en el mismo barco”

El otro día salí al parque, me senté en un viejo banco de madera donde ya se había reunido un grupo de personas como yo. Ancianos que han vivido mucho, pero aún no se acostumbran a lo más temido: la soledad.

Empezamos a hablar. Todos teníamos algo que contar, pues nuestras historias eran iguales.

— Tengo dos hijas —comenzó una mujer delgada con cabello canoso—. La mayor lleva quince años viviendo en Suiza, la menor se fue a España hace siete. Antes al menos venían de visita, pero ahora… Siempre hay obligaciones, preocupaciones. En verano prometen venir, pero cada vez algo lo impide.

Otra mujer, de rostro amable, sonriendo contó:

— Mi nieta ya está en primer grado y sabe alemán mejor que español. Mi hijo y su esposa compraron una casa en Múnich, les va bien allí. Hace diez años que se mudaron a Alemania. Yo voy a visitarlos en invierno, y en verano ellos vienen… Bueno, me visitan en el pueblo por un par de días antes de regresar.

Escucho en silencio, tragando el nudo en la garganta.

La tercera mujer suspiró, mirando hacia la distancia:

— Hace tres años que no veo a mis nietos. Están en Canadá. Cada vez vienen menos. Dicen que es caro, que está lejos… Ya no puedo volar, mis piernas no lo permiten. Les tejo suéteres, calcetines, bufandas porque sé que hace frío allí. Y ellos sonríen en la pantalla: “Gracias, abuela, eres un sol”. Pero mis cosas siguen en el armario, nadie las usa, no calientan a nadie.

Una vida a la distancia

Unos reciben medicinas caras de sus hijos, otros —cien euros al mes como ayuda. Algunos hijos no pueden obtener vacaciones en las festividades y no vendrán en Navidad, mientras que otros esperan con ansias que su nuera traiga a los nietos al menos por un par de semanas.

— Les envidio —dijo inesperadamente una mujer delgada de unos sesenta años—. Al menos sus hijos tienen éxito. Mi hijo está sin trabajo, mi nuera gana una miseria. No se han ido, pero viven de tal manera que ojalá lo hicieran… Su esperanza está en mis conservas, en verano preparo unos trescientos frascos de compota, pepinillos, mermeladas. ¿Qué otra opción hay? Sin eso, no saldrían adelante.

Y aquí estoy, escuchando y sintiendo cómo se me encoge el corazón. ¿Por qué es así? ¿Por qué el destino de nuestros hijos es vivir alejados de nosotros?

Nos alegramos de sus éxitos, nos sentimos orgullosos de ellos, pero no podemos abrazarlos cuando las cosas se ponen difíciles. No podemos darles un consejo paterno mientras tomamos un té en la cocina, no podemos simplemente estar sentados a su lado, en silencio, pero sintiéndonos mutuamente.

¿Qué pasará después?

Envejecemos. Nuestros hijos se vuelven desconocidos, su mundo nos resulta ajeno. Ellos no saben cómo vivimos nosotros. Y nosotros no sabemos en qué se han convertido.

Llegará el día en que ya no haya llamadas por Skype, en que esas raras visitas en las festividades desaparezcan. Pasará el tiempo y vendrán, pero no a visitarme, sino a despedirse.

Aún me gustaría abrazar fuertemente a mi hijo una vez más, mirar a los ojos a mi nieto y decirle: “Recuerda, tu abuelo te quiere”.

Pero el tiempo se escapa. Y quién sabe si podremos…

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