**Diario personal**
Hoy cumplí sesenta años y no puedo evitar sentirme decepcionada. Pasé semanas preparando cada detalle con ilusión: el menú, las compras, los platos que más les gustan a los míos —lentejas estofadas, cordero asado, varias ensaladas, tapas y, por supuesto, una tarta casera—. Soñaba con reunir a todos en Madrid, donde vivo con mi hija pequeña, Lucía, que ya tiene treinta años y aún no ha encontrado al amor de su vida. Mi hijo mayor, Javier, de cuarenta, está casado con Marta y tienen una niña preciosa, mi nieta Alba.
Avisé con tiempo. El sábado, para que nadie tuviera excusas. Todos prometieron venir. Imaginaba la mesa llena, las risas, los recuerdos compartidos.
Pero nadie apareció.
Llamé a Javier una y otra vez. Silencio. El corazón se me encogía cada vez más. En vez de felicitaciones, pasé la noche llorando. Lucía estuvo a mi lado, intentando consolarme. Sin ella, no sé cómo habría aguantado.
Al día siguiente, no pude más. Empaqué las sobras y fui a su casa. Tal vez había pasado algo grave.
Marta me abrió la puerta, en pijama, sin ninguna alegría al verme.
—¿A qué has venido? —preguntó, sin saludar.
Entré. Javier aún dormía. Cuando apareció, ni una palabra, solo puso la tetera.
No me anduve con rodeos:
—¿Por qué no vinisteis ayer? ¿Ni siquiera contestasteis el teléfono?
Javier calló. Fue Marta quien habló, y sus palabras me hirieron aún más.
Dijo que llevaba años resentida porque les regalé un pequeño piso de una habitación, mientras yo vivo en un ático de tres. Que no tienen espacio, que por eso no pueden tener otro hijo.
Escuchaba sin creerlo. Recordé cómo, tras enviudar, crié a mis hijos sola en esa casa, con ayuda de mis padres. Cuando Javier conoció a Marta, les cedí una habitación. Con Alba, fui yo quien la cuidó: las noches en vela, los paseos, las comidas. Hace años, heredé un piso modesto de mi suegra, lo reformé con mis ahorros y se lo di a ellos. Creí que era un regalo de libertad.
Pero para ellos, no fue suficiente.
Me fui sin despedirme. Volví a casa con un nudo en la garganta. Las palabras de Marta resonaban en mi cabeza. El dolor latía en el pecho.
¿Cómo es posible? ¿Por qué la bondad se da por sentada? ¿Por qué los que más quieres pueden traicionarte así?
Ahora lo entiendo.
No se puede vivir solo dando, esperando gratitud que quizá nunca llegue. La gente se acostumbra a lo bueno y luego exige más. Y si no lo obtiene, te culpa.
Esta noche, me senté frente a la tarta que nadie probó. Mientras tomaba un té, miré por la ventana el Madrid otoñal.
Y, de pronto, sentí alivio.
Ya no debo nada a nadie. Ni justificarme, ni demostrar mi amor, ni entregar mis últimas fuerzas a cambio de silencio y rencor.
Ahora es mi turno.
Y lo aprovecharé.