Hijos Ajenos

Al principio, a Enrique le pareció que su madre simplemente había engordado. Aunque de una forma rara: la cintura se le había redondeado, pero el resto seguía igual. Preguntarle habría sido incómodo, por si acaso se ofendía. Su padre callaba, mirando a mamá con ternura, y Enrique fingió no notar nada.

Pronto, sin embargo, el vientre creció de manera evidente. Un día, al pasar por la habitación de sus padres, Enrique vio por casualidad cómo su padre acariciaba ese vientre mientras le susurraba algo dulce. Ella sonreía, satisfecha. La escena lo avergonzó, y se apresuró a marcharse.

«Mamá espera un bebé», comprendió de golpe. La idea no le sorprendió tanto como lo escandalizó. Claro que su madre era guapa, mucho más que las madres de sus compañeros, pero un embarazo a su edad le producía rechazo. Incluso pensar en ello le daba vergüenza. Sabía de dónde venían los niños, lo intuía, pero no podía imaginarse a sus padres haciendo… eso. Al fin y al cabo, no eran cualquiera, eran su madre y su padre.

—Papá, ¿mamá está esperando un bebé? —le preguntó un día, porque con él le resultaba más fácil hablar.

—Sí. Tu madre sueña con una niña. Aunque quizá sea tonto preguntarte: ¿prefieres un hermano o una hermanita?

—¿Es normal tener hijos a su edad?

—¿A qué edad? Mamá tiene treinta y seis, yo cuarenta y uno. ¿Te molesta?

—¿Alguien me preguntó a mí? —respondió Enrique con aspereza.

Su padre lo miró con atención.

—Espero que seas lo bastante mayor para entendernos. Tu madre siempre quiso una niña. Cuando naciste, vivíamos de alquiler. Ella se quedaba contigo, yo trabajaba, y apenas llegábamos a fin de mes. Decidimos esperar. Luego murió la abuela y nos dejó su piso. ¿La recuerdas?

Enrique se encogió de hombros.

—Hicimos algunas reformas y nos mudamos. Cuando creciste y mamá volvió a trabajar, mejoró la situación, compré el coche… Seguimos posponiendo lo de la niña, diciendo que había tiempo. Hasta que ya no pudimos. Y cuando habíamos perdido la esperanza…

—Ojalá sea una niña, como quiere mamá. Claro que es joven, pero no una chiquilla. Así que intenta no alterarla, ¿de acuerdo? Si algo te preocupa, háblame a mí. ¿Trato hecho?

—Sí, ya entiendo, papá.

Luego supieron que, en efecto, sería una niña. En casa empezaron a aparecer ropitas rosas, diminutas, de muñeca. Llegó una cuna. Mamá a menudo se ausentaba, ensimismada, como escuchando algo dentro de sí. Entonces su padre preguntaba, inquieto, si todo iba bien. Y a Enrique le contagiaba esa inquietud.

A él, la verdad, le traía sin cuidado el bebé, y menos una hermana. ¿Para qué quería llantos y pañales? Solo le importaba Lucía Mendoza. Si sus padres querían otro hijo, allá ellos. A él qué le importaba. Incluso sería bueno: se centrarían en ella y lo dejarían en paz. Algo positivo, al menos.

—¿Es peligroso? Dar a luz a su edad, digo.

—Hay riesgo a cualquier edad. Claro que ahora le cuesta más que cuando te esperaba a ti. Trece años más joven era entonces. Pero no vivimos en el monte, sino en una gran ciudad, con hospitales y médicos… Todo irá bien —añadió su padre, cansado.

—¿Cuándo? ¿Cuánto falta?

—¿Para el parto? Dos meses.

Pero mamá dio a luz un mes antes. Enrique se despertó por el alboroto: gemidos, carreras tras la pared. Se levantó, soñoliento, y fue a su habitación. Ella estaba sentada en la cama revuelta, con las manos en la espalda, balanceándose como un péndulo mientras gemía. Su padre corría de un lado a otro, recogiendo cosas.

—Que no se te olviden los documentos —logró decir mamá, con los ojos cerrados.

—Mamá —llamó Enrique, ya despierto del todo, contagiado por la tensión.

—Perdona, te hemos despertado. Es que… ¿Dónde está esa ambulancia? —preguntó su padre al aire.

El aire respondió con un timbrazo, y él salió disparado a abrir. Enrique dudó entre vestirse o quedarse, por si acaso. Pero entraron un hombre y una mujer del servicio de emergencias, que se acercaron a mamá con preguntas extrañas:

—¿Hace mucho que empezaron las contracciones? ¿Cada cuánto? ¿Has roto aguas?

Cuando otra contracción la dobló, fue su padre quien contestó. A nadie le importaba Enrique, así que se escurrió fuera. Al volver, ya vestido, sus padres salían del piso. Mamá iba en bata y zapatillas. En la puerta, su padre se volvió.

—Vuelvo pronto. Tú ordena aquí. —Iba a añadir algo, pero mamá gimió y se aferró a su brazo.

Enrique se quedó un rato mirando la puerta, oyendo el silencio inhabitual. Luego entró en su habitación y miró el reloj. Todavía podía dormir dos horas. Dobló el sofá, recogió cosas esparcidas y fue a la cocina. Su padre regresó cuando él se preparaba para el instituto.

—¿Y? ¿Ya nació? —preguntó, tratando de adivinarlo en su rostro.

—Todavía no. No me dejaron entrar. Sírveme un café.

Enrique puso la taza ante su padre e hizo unos bocadillos.

—¿Me voy?

—Ve. Te avisaré cuando haya novedades.

Llegó tarde a clase.

—Menos mal que el señor Delgado se digna aparecer. ¿A qué viene el retraso? —preguntó el profesor de matemáticas.

—Mi madre está en el hospital.

—Disculpa, siéntate —cedió el profesor.

—¡Es que va a tener un bebé! —gritó uno, y la clase estalló en risas. Enrique se volvió bruscamente.

—¡Silencio! Delgado, siéntate. ¿Y esto qué gracia tiene?

Su padre llamó en la última hora.

—¿Puedo salir? —pidió Enrique.

—¿Tan urgente es? Aguanta veinte minutos. Y guarda el móvil —dijo la de lengua.

—Es que su madre está de parto —volvió a gritar el mismo, pero ahora nadie rio.

—Bueno, vete —permitió la profesora.

—¿Qué, papá? —preguntó Enrique en el pasillo.

—¡Una niña! Tres kilos cien. Uf… —exhaló su padre aliviado.

—¿Qué tal? —preguntó la profesora al verlo entrar.

—Bien, una niña —contestó él, automático.

—Ahora Delgado será niñera —soltó el mismo de antes, y la clase estalló en carcajadas, ahogando el timbre.

Lucía lo alcanzó en la calle y caminó a su lado.

—¿Cuántos años tiene tu madre?

—Treinta y seis.

—No lo tomes a mal, me alegro por ti, por todos. Una hermanita es genial. Yo estoy sola. Mis padres no quisieron más… —Hablaban mientras andaban, y Enrique sintió por primera vez que estaba contento de tener una hermana.

A los tres días, dieron el alta a mamá.

—¡Qué preciosa! —dijo su padre, contemplando a la niña.

Enrique no veía belleza alguna: un cuerpecito diminuto y arrugado, cara roja, labios como un lazo y nariz de botón. Su ideal de belleza era Lucía. Entonces su hermana abrió la

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