Para mi sexagésimo cumpleaños me preparé con ilusión y cariño. Una semana antes empecé a comprar la comida, a planear el menú y a soñar con celebrar ese día rodeada de los míos. Quería calor familiar, risas sinceras. Vivo con mi hija pequeña, Elena, que ya tiene treinta años y aún no se ha casado. También tengo un hijo mayor, Sergio, de cuarenta, casado y con una hija.
Quería que todos se sentaran a mi mesa: Elena, Sergio, su mujer Ana y mi nieta Laura. Preparé sus platos favoritos: canelones, carne guisada, ensaladilla rusa, pasteles y, por supuesto, una tarta. Avisé con tiempo para que nadie tuviera otros planes.
Pero el sábado… nadie vino.
Llamé a mi hijo, pero no contestó. Con cada hora que pasaba, el corazón se me hacía más pequeño. En lugar de risas, silencio. En lugar de brindis, lágrimas. Ni siquiera pude sentarme a la mesa, no soportaba tanta soledad. La casa olía a festín, pero el frío dentro de mí era insoportable. Al anochecer, me derrumbé como una niña. Elena intentó consolarme, pero el dolor era demasiado.
A la mañana siguiente, no pude más. Empaqué sobras de la cena y fui a casa de mi hijo. Tal vez había pasado algo, me dije.
Me abrió Ana, despeinada y con bata. Ni una sonrisa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
Sentí un vacío instantáneo. Entré y encontré a Sergio recién levantado. Ofreció café, y yo, tragándome el orgullo, pregunté:
—¿Por qué no vinisteis ayer? ¿Ni siquiera avisasteis?
Mi hijo bajó la mirada. Pero Ana no calló. Habló con rencor acumulado:
—No teníamos ganas de celebrar nada. Tenemos problemas. Nos diste un piso minúsculo mientras tú te quedaste con el de tres habitaciones. No tenemos espacio ni para pensar en otro hijo. Nos regalaste lo que ya no querías.
Me quedé helada. ¿Es que no lo entendían?
Recordé cuando vivíamos los tres en ese piso: Sergio, Elena y yo. Mi marido se marchó al extranjero y desapareció. Lo crié sola. Mis padres me ayudaron a comprar ese hogar. Soporté años de incomodidad para que mi hijo y su mujer tuvieran su espacio. Cuando nació Laura, la cuidé como pude. Incluso cuando mi suegra murió y me dejó un apartamento en mal estado, lo reformé y se lo di a ellos.
Y ahora, después de todo, me decían que no fue suficiente.
Que yo me quedé con «lo mejor». Que eran infelices. Que la culpa era mía.
Volví a casa con un nudo en la garganta. Toda mi vida, mis sacrificios, las noches sin dormir… ¿para esto? No es que no valoren lo que haces. Es que lo dan por sentado.
Dediqué mis mejores años a ellos. Trabajé sin descanso, renuncié a mi vida. ¿Y el resultado? Ni siquiera aparecieron por educación. No llamaron. Ni disculpas. Solo su resentimiento por «un piso pequeño».
Lo que más duele no es haber pasado sola ese día. Es haberlos querido más que a mí misma. Y para ellos, nunca fue suficiente. No era el piso lo que querían. Parece que lo querían todo.
Ese día aprendí algo: dejar de esperar gratitud. Ponerme primero. Y dejar de dar todo por quien no lo merece.