Hijo y nuera no vinieron a mi aniversario: les regalé un piso, pero resulta que no tienen suficiente espacio.

**Diario de un desengaño**

A mi sexagésimo cumpleaños le dediqué tiempo e ilusión. Una semana antes, empecé a comprar los ingredientes, a preparar el menú, imaginando ese día rodeado de los míos. Solo quería calor, complicidad y sonrisas sinceras. Vivo con mi hija pequeña, Lucía, que ya tiene treinta años y sigue soltera. También está mi hijo mayor, Javier, de cuarenta, casado hace años y con una niña, Sofía.

Soñé con reunirlos a todos en mi mesa: Lucía, Javier, su mujer, Marta, y mi nieta. Lo preparé todo con esmero: croquetas, estofado, ensaladilla, postres y, claro, una tarta decorada. Les avisé con tiempo: la celebración sería el sábado, para que nadie tuviera planes.

Pero el sábado nadie apareció.

Llamé a Javier… Sin respuesta. Con cada hora que pasaba, el silencio pesaba más. En lugar de risas, vacío. En lugar de brindis, lágrimas. Ni siquiera pude sentarme a la mesa. La casa olía a comida recién hecha, pero el frío del abandono lo invadía todo. Al caer la noche, me derrumbé como una niña. Lucía intentó consolarme, pero el dolor era demasiado.

A la mañana siguiente, no aguanté más. Metí en una bolsa lo que sobró de la cena y fui a su piso. Quizá había pasado algo, quizá había una razón…

Me abrió Marta, aún con sueño, en bata. Sin alegría, preguntó:
—¿A qué viene esto?

Sentí un puñal en el pecho. Entré. Javier se desperezaba en el sofá. Ofreció café, y yo, conteniendo la rabia, pregunté:
—¿Por qué no vinisteis ayer? ¿Ni una llamada?

Mi hijo bajó la mirada. En cambio, Marta habló con un resentimiento acumulado:
—No teníamos ganas de celebrar nada. Tenemos problemas. Vivimos en un piso minúsculo que nos «regalaste»… mientras tú te quedaste con el de tres habitaciones. No hay espacio ni para pensar en otro hijo. Nos diste las sobras.

Me quedé helado. Recordé cuando vivíamos los tres en ese piso: Javier, Lucía y yo. Mi marido se marchó a trabajar al extranjero y nunca más supe de él. Crié a mis hijos sola. Mis padres me ayudaron a comprar el piso donde vivo ahora. Pasé años apretujada, queriendo que Javier y Marta tuvieran su hogar. Cuando nació Sofía, la cuidé como pude. Y cuando mi suegra murió, dejándome un estudio ruinoso, lo reformé y se lo di a ellos… para que fueran independientes.

Y ahora, años después, escucho que mi sacrificio no fue suficiente. Que les di «migajas». Que soy el culpable de su infelicidad.

Volví a casa con un nudo en la garganta. Tanto esfuerzo, noches en vela, renuncias… y al final, ni siquiera el respeto de un cumpleaños. No es que olviden el bien que haces… es que acaban creyendo que se lo merecen todo.

Lo entendí entonces: dejé de vivir por mí hace décadas. Trabajé sin descanso, renuncié a todo… ¿y el resultado? Ni la decencia de una disculpa. Su rencor por «un piso mejor» les cegó.

Lo que duele no es la soledad. Es saber que amé más de lo que me amaron. Que nunca fue suficiente.

Este día me enseñó algo clave: dejar de esperar gratitud. Ponerme primero. Y no volver a dar mi vida por quien no la valora.

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Hijo y nuera no vinieron a mi aniversario: les regalé un piso, pero resulta que no tienen suficiente espacio.