Aquella noche, mi corazón estuvo a punto de salirse del pecho de no ser por los dientes apretados. Lo recuerdo como si fuera ayer: la llamada de mi hijo, Guillermo. “Mamá, vamos a pasar a verte Isabel y yo. Para presentaros”. Su voz sonaba alegre, segura, como quien ha tomado una decisión importante. Mi marido y yo nos miramos, contentos. Por fin nuestro chico se asentaba, iba a casarse. ¡Ya era hora de que dejara la vida de soltero!
Guillermo siempre ha sido especial. De niño, independiente y con carácter. Tras el instituto se fue a la mili y luego, de repente: “Me voy al norte. A trabajar. Ganaré dinero”. Alfonso y yo nos quedamos helados, pero no le disuadimos. Se marchó y, con el tiempo, volvía con delicias: marisco, jamón, quesos. Decía que allí se sentía bien, la naturaleza era dura pero hermosa, la gente auténtica.
Y ahora, el compromiso. Preparamos la mesa, el pan y la sal, nos vestimos con lo mejor y esperamos. Suena el timbre. Abro y… casi me quedo sin habla.
En el umbral, una mujer. O más bien, primero vi un enorme abrigo de piel, detrás tres niños y, al fondo, Guillermo. El abrigo entró, se desprendió, y de él salió una chica menuda, de pelo negro y mirada intensa como la de un halcón. Guillermo presentó:
—Esta es Isabel. Mi prometida.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. La chica asintió en silencio. Los niños, sin esperar invitación, se sentaron en el suelo. Uno se quitó las botas, otro trepó al alféizar. La pequeña, Isabel la ató con el cinturón a la pata del sofá para que no escapara. Todo en silencio, con un olor que parecía traer el norte entero a nuestro piso en Toledo.
Pasamos al salón. Extendí el mantel blanco, serví la comida. Isabel empezó a dar de comer a los niños… ¡con las manos! Ella usó tenedor, pero lo chupaba directamente. Hablaba poco, frases cortas.
—¿Son vuestros? —preguntó Alfonso, mirando a los tres en el suelo.
—Sí —contestó ella, sin emoción.
Miré a mi marido. ¿Ahora esto era nuestra familia?
—Guillermo, hijo, ¿dónde os conocisteis? —pregunté, con la voz temblorosa.
—En los Picos de Europa, madre. Canta como los ángeles, deberías oírla —respondió él, con admiración, y de pronto me pareció un extraño.
—¿Y dónde vais a vivir? —intervino Alfonso.
—En una cabaña, si hace falta —dijo Guillermo, encogiéndose de hombros.
Algo se rompió en mí. Salí a la cocina, Alfonso detrás. Nos miramos, los ojos como platos.
—¿Qué hacemos?
—No lo sé —dijo, abriendo las manos.
Volvimos. Alfonso se acercó a Guillermo y, sin mirarlo, le dio un fajo de billetes:
—Para el hotel. Lo siento, pero no os quedáis aquí.
Guillermo suspiró:
—Siempre decíais: con que se case, nos vale cualquiera. Pues aquí la tenéis.
Se fueron. Con los niños. Con el abrigo. Con el olor.
Pasaron cuarenta minutos. Timbre. Abro. Están otra vez ahí, pero ahora… distintos. Isabel sin abrigo, con una chaqueta normal, el pelo recogido, la mirada traviesa.
—Buenas noches —dijo, educada—. Perdonadnos.
—No entiendo —murmuré, retrocediendo.
Guillermo, sonriente, dio un paso:
—Madre, siempre me decís: “ojalá te cases, ojalá te cases”. Y yo… no quiero. Aún. Esto ha sido una broma. Isabel es mi amiga, de Santander, vino de visita con sus sobrinos. No tenían dónde quedarse. ¿Y si montábamos una escena?
Me dejé caer en el banco del pasillo. Las piernas me fallaban.
—Hijo, haz lo que quieras, pero no me asustes así. ¡Casi me da un patatús! —exhalé.
Volvimos a la mesa. Isabel, ahora otra, ayudó en la cocina. Los niños reían. Y Alfonso y yo entendimos: sí, envejecemos. Pero la broma de Guillermo fue magistral… terrorífica, como la vida misma.