«Hijo, tendrás una casa. Solo te lo ruego, cuida de tu hermana enferma. No la abandones», susurró la madre.
«Escúchame, hijo…», exhaló casi sin voz.
Cada palabra le costaba un mundo. La enfermedad le arrebataba la vida sin piedad. Yacía en la cama, demacrada, casi transparente. A Juan le parecía que aquella no era su madre. Antes era una mujer alta, llena de vigor, con una sonrisa amable. Pero ahora…
«Hijo, te lo suplico, no dejes a Rosa… Hay que protegerla. No es como los demás… Pero es nuestra… Prométemelo…», la madre apretó con fuerza inesperada la mano de Juan. ¿De dónde sacaba tanta energía?, pensó él.
Juan frunció el ceño. Su mirada se desvió hacia su hermana mayor, Rosa, sentada en un rincón de su pequeño piso en Valladolid. Pasaba de los cuarenta, y aún jugaba con una muñeca, tarareando algo incomprensible. Sonreía, como si la esperara una fiesta y no la despedida de su madre moribunda.
Juan tenía una vida exitosa: su propia empresa de construcción, un todoterreno de lujo, una casa amplia junto al Duero. Pero allí no había sitio para Rosa. Sus hijos se asustaban con sus rarezas, y su mujer, Isabel, la llamaba «loca». Aunque Rosa era callada, inofensiva, nunca molestaba a nadie.
«Bueno… ya sabes… tengo familia… y Rosa… ella…», balbuceó Juan, intentando liberar su mano del débil pero firme agarre de su madre.
«Hijo, la casa de tu padre será tuya… Y para Rosa he dejado un piso de tres habitaciones. Todo está arreglado».
«¿De dónde salió el dinero?», Juan e Isabel se miraron, atónitos. Hasta se les iluminó el rostro con la noticia.
«Cuidé a una maestra mayor… Le llevaba comida, medicinas… Me daba pena, era muy buena. No esperaba que me dejara su piso. Lo puse a nombre de Rosa, para que tuviera su refugio. Pero tú… tú velas por ella, te lo ruego… Luego ese piso será para tus hijos o nietos… Quién sabe cuánto vivirá…».
Se despidieron de la madre. Murió esa misma noche.
Rosa, al parecer, no entendió que se había quedado huérfana. Juan la llevó enseguida a su casa y empezó a arreglar aquel piso de tres habitaciones.
«¿Para qué necesita Rosa un piso tan grande? Que se quede con nosotros. Y allí pondremos inquilinos», compartió entusiasmado sus planes con Isabel.
Al principio, Isabel no se opuso. Rosa no daba problemas: pasaba los días jugando con muñecas o revisando sus cosas en el armario, siempre sonriente. Pero su extrañeza asustaba. «Hoy está tranquila, ¿pero mañana?», susurraba Isabel a su marido.
«Aguanta un poco», le pedía Juan. Pero a los seis meses de la muerte de su madre, con ayuda de un notario conocido, puso a su nombre tanto la casa paterna como el piso de su hermana. Convenció a Rosa para que firmara unos papeles sin explicarle qué eran.
Desde entonces, la vida de su hermana enferma se convirtió en un infierno.
Cuando Juan estaba en el trabajo, Isabel se ensañaba con Rosa. La insultaba, la encerraba todo el día, ni siquiera la dejaba salir en verano. A veces, en lugar de comida, le ponía un plato de pienso para gatos, gritándole hasta hacerla llorar. Una vez, Isabel le abofeteó. Rosa se asustó tanto que… se orinó.
«¿No solo estás loca, sino que encima no te aguantas? ¡Fuera de mi casa, no quiero verte!», gritaba Isabel.
Metió las cosas de Rosa en una bolsa de basura y la echó a la calle.
«¿Dónde está Rosita? No la he visto hoy», preguntó Juan al llegar por la noche, acostándose.
«¡Se fue!», cortó Isabel, irritada. «¿Te imaginas? Tu hermana se orinó en medio del salón y se encerró en el dormitorio. Logré abrir la puerta, la reprendí, y agarró su bolso y huyó. ¿Vas a ir tras ella? La princesa se ofendió…», resopló con desprecio.
Juan se quedó inmóvil. Calló, reflexionando, y luego dijo:
«Bueno, si se fue…», y encendió la televisión. «Por cierto, encontré inquilinos para ese piso».
La noche fue larga. Juan no durmió, pensando en Rosa. ¿Dónde estaría? ¿Estaría bien? Era como una niña de tres años, incapaz de valerse por sí misma. Al amanecer, se durmió y soñó con su madre.
«Te lo pedí, hijo…», dijo ella, tendida en el ataúd, señalándolo con el dedo.
Ese sueño lo persiguió cada semana, chupándole las fuerzas. Juan no pudo más. Dos meses después de la desaparición de su hermana, llamó a la amiga de su madre, su madrina, Ana, esperando que supiera algo.
«¿Qué pasa, Juanito? ¿Te remuerde la conciencia?», dijo Ana, fría. «Menos mal que fui entonces a casa de tu madre. Encontré a Rosita allí. Estaba aterrada, desdichada. ¡Aún no entiendo cómo llegó! Ahora vive conmigo. Yo me encargaré de ella, no me interesa su piso. Y tú, vive con tu culpa. ¡Reza para que no pierdas la razón antes de morir!».
«Tía, basta…», gruñó Juan, colgando. Respiró aliviado: su hermana estaba a salvo. Podía seguir con su vida.
Rosa murió dos meses después. La misma enfermedad que se llevó a su madre. Juan no fue al entierro —tenía «asuntos urgentes» en la empresa—.
Pasaron diez años. Ahora Juan estaba postrado en la cama. El cuerpo le dolía, pero el alma más. Isabel ya no lo visitaba —vivía con otro hombre en la habitación de al lado—. Sus hijos adultos iban poco, frunciendo la nariz: «Huele mal aquí…». Juan, como los suyos, se apagaba poco a poco.
Un día, Isabel entró con unos papeles:
«Firma, hay que arreglar lo del negocio».
Firmó. Después comprendió: era la donación de la casa. Luego, de la empresa. Demasiado tarde. Recordó a su madre y a Rosa. Las lágrimas le rodaron por las mejillas.
«Perdonadme… perdonadme…», susurró al vacío.