«Hijo, tendrás un hogar, pero cuida de tu hermana enferma, no la abandones» — susurró la madre.

**Diario de un hombre arrepentido**

—Escúchame, hijo… —susurró mi madre con un hilo de voz.

Cada palabra le costaba un mundo. La enfermedad le robaba la vida sin piedad. Yacía en la cama, consumida, casi transparente. A mí, Rafael, me parecía imposible que aquella fuera la misma mujer que me crió: alta, llena de vida, con una sonrisa que iluminaba cualquier habitación. Ahora solo quedaba su sombra.

—Hijo, te lo suplico, no abandones a Lourdes… Es diferente, lo sabes. Pero es tu sangre. Prométemelo… —Apretó mi mano con una fuerza inesperada. ¿De dónde sacaba esas fuerzas?

Mi mirada se desvió hacia mi hermana mayor, Lourdes, sentada en un rincón de nuestro pequeño piso en Zaragoza. Pasaba de los cuarenta, pero seguía jugando con una muñeca, tarareando canciones sin sentido. Sonreía como si la vida fuera una fiesta interminable, incluso frente a la agonía de nuestra madre.

Yo tenía una vida exitosa: mi propia constructora, un todoterreno de lujo, una casa amplia junto al Ebro. Pero ahí no había sitio para Lourdes. Mis hijos se asustaban de sus gestos extraños, y mi mujer, Beatriz, la llamaba «la loca». Aunque Lourdes era inofensiva, callada, nunca molestaba a nadie.

—Bueno… ya sabes… tengo mi familia… y Lourdes… es que… —murmuré, intentando soltar mi mano de su agarre débil pero firme.

—Hijo, la casa de tu padre será tuya… Pero para Lourdes dejé un piso de tres habitaciones. Todo está legalizado.

—¿De dónde salió el dinero? —Beatriz y yo nos miramos, atónitos. Hasta parecía que nos iluminaba la cara.

—Cuidaba a una anciana maestra… Le llevaba comida, medicinas… Era buena persona. Nunca imaginé que me dejaría su piso. Lo puse a nombre de Lourdes, para que tenga su refugio. Pero tú… tú vigílala, te lo ruego… Algún día ese piso será para tus hijos o nietos… ¿Quién sabe cuánto vivirá ella…?

Esa misma noche, mamá murió.

Lourdes ni siquiera entendió que se había quedado sola. La llevé a mi casa y empecé a reformar aquel piso de tres habitaciones.

—¿Para qué necesita tanto espacio? Que se quede con nosotros. Y el piso lo alquilamos —le dije a Beatriz, entusiasmado.

Al principio, ella no protestó. Lourdes no daba problemas: jugaba con sus muñecas o ordenaba cosas en el armario, siempre sonriente. Pero su rareza inquietaba. «Hoy está tranquila, pero ¿y mañana?», susurraba Beatriz.

«Ten paciencia», le pedía yo. Sin embargo, seis meses después de la muerte de mamá, con ayuda de un notario amigo, puse a mi nombre tanto la casa paterna como el piso de Lourdes. La convencí de firmar papeles sin explicarle nada.

Desde entonces, la vida de mi hermana fue un infierno.

Cuando yo trabajaba, Beatriz la maltrataba. La insultaba, la encerraba todo el día, ni siquiera en verano la dejaba salir. A veces, en vez de comida, le ponía un plato de pienso para gatos. Gritaba hasta hacerla llorar. Una vez, Beatriz le dio una bofetada. Lourdes, aterrada, se orinó del susto.

—¿No solo estás loca, sino que también meadas encima? ¡Lárgate de mi casa! —chilló Beatriz.

Metió las cosas de Lourdes en una bolsa de basura y la echó a la calle.

—¿Dónde está Lourdes? No la he visto hoy —pregunté al llegar por la noche.

—¡Se fue! —cortó Beatriz, irritada—. ¿Te lo puedes creer? Tu hermana se meó en el salón, se encerró en el dormitorio, y cuando abrí la puerta, agarró su bolso y salió corriendo. ¡Como si fuera una niñata mimada!

Me quedé quieto. Reflexioné un momento y solo dije:

—Bueno, si se ha ido… —Encendí la tele—. Por cierto, ya tengo inquilinos para el piso.

Aquella noche no pude dormir. ¿Dónde estaría Lourdes? ¿Estaría bien? Era como una niña, incapaz de valerse por sí misma. Al amanecer, me dormí y soñé con mamá.

«Te lo pedí, hijo…», me dijo desde su ataúd, señalándome con el dedo.

Ese sueño se repitió cada semana, consumiéndome. No pude más. Dos meses después, llamé a Ana, la madrina, esperando que supiera algo.

—¿Qué pasa, Rafa? ¿Te remuerde la conciencia? —dijo Ana, fría—. Menos mal que fui a casa de tu madre. Encontré allí a Lourdes, asustada, perdida. Ni sé cómo llegó. Ahora vive conmigo. Yo la cuido, no quiero su piso. Pero tú vive con tu culpa. ¡Reza por conservar la razón hasta el final!

—Tía, ya basta… —gruñí, colgando. Al menos sabía que Lourdes estaba a salvo. Podía seguir con mi vida.

Dos meses después, Lourdes murió. La misma enfermedad que se llevó a mamá. No fui al entierro; tenía «asuntos urgentes» en la constructora.

Han pasado diez años. Ahora yo estoy postrado en la cama. El cuerpo me duele, pero el alma más. Beatriz vive con otro hombre en la habitación de al lado. Mis hijos apenas me visitan; arrugan la nariz: «Hueles mal, padre». Me apago poco a poco.

Un día, Beatriz entró con unos papeles:

—Firma esto. Hay que arreglar lo de la empresa.

Firmé. Después entendí: eran donaciones. La casa, la constructora… Todo. Demasiado tarde. Recordé a mamá y a Lourdes. Las lágrimas rodaron por mis mejillas.

«Perdonadme… perdonadme…», susurré al vacío.

**Lección:** La avaricia y el egoísmo son cadenas que, al final, nos atan a la soledad. La familia no es un peso, sino un legado. Quien traiciona su sangre, termina ahogándose en su propia miseria.

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MagistrUm
«Hijo, tendrás un hogar, pero cuida de tu hermana enferma, no la abandones» — susurró la madre.