A veces parece que el amor de los hijos hacia su madre es una verdad incuestionable, sólida como una roca. Pero llega un día en que esa roca se resquebraja—bajo el peso de las circunstancias, la codicia y la cruel indiferencia. Así ocurrió en la familia de Irene y Alejandro, donde todo empezó con una enfermedad y terminó en traición y dolor.
Cuando a Valeria Martínez, su anciana madre, le dio un derrame cerebral, sus hijos fueron los primeros a quienes acudió en busca de ayuda. La hija mayor, Irene, a pesar de tener un trabajo estable y una hija adulta, se negó de inmediato a llevarse a su madre consigo. Alegó que su piso de una habitación no tenía espacio, que no tenía tiempo y que, además, “no podía asumir semejante responsabilidad”.
Entonces Alejandro, el hijo menor, sin dudarlo, llevó a su madre a su piso de dos habitaciones en Alcalá de Henares. Su esposa, Lucía, no puso objeciones; al contrario, se esforzó por ayudar. Al principio fue difícil: Valeria estaba postrada en cama, no podía hablar y necesitaba cuidados constantes. Alejandro le propuso a su hermana compartir los gastos de una cuidadora, pero Irene se negó rotundamente—tenía una hipoteca, deudas y su hija en la universidad.
—Lo siento, Ale, pero de verdad no puedo—fue todo lo que dijo.
Fue Lucía quien dio un paso al frente. Renunció a su trabajo y se encargó de cuidar a su suegra. La bañaba, la alimentaba con cuchara, le ponía inyecciones y cambiaba las sábanas. Gracias a su dedicación, Valeria poco a poco se recuperó. Volvió a hablar, a moverse e incluso ayudaba en pequeñas tareas domésticas. Y cuando llegó el día en que se planteó volver a su casa, ella misma pidió quedarse:
—Alejandro, quiero quedarme con vosotros. Aquí me siento tranquila, tengo cerca a mis nietos y vosotros, tú y Lucía, sois como mi familia.
Alejandro y su esposa se miraron y aceptaron. El piso vacío de Valeria en el centro de Madrid siguió intacto—ella no insistió en venderlo. Todo habría ido bien… hasta que Alejandro escuchó por casualidad una conversación entre su madre e Irene.
—Hija, lo he decidido. Venderé mi piso para pagar lo que te queda de la hipoteca. Tú y Carla os merecéis tranquilidad. Y quizá hasta quede algo para una casita pequeña—para ti y mi nieta.
Esas palabras le cortaron a Alejandro como un cuchillo. No podía creer lo que oía. ¿Aquella que no se había ocupado de su madre en tres años iba a quedárselo todo? ¿Y él? ¿Y su familia? ¿Dónde estaba la justicia?
—Mamá, ¿sabes todo lo que hemos invertido en tu recuperación? ¿Las noches sin dormir que pasó Lucía? ¿Y ahora piensas darle todo a la que ni siquiera pagó una cuidadora?— le preguntó esa misma noche.
Pero Valeria solo suspiró:
—Alejandro, Irene tiene más dificultades, y vosotros sois fuertes…
Esas palabras lo destrozaron. Esa misma noche, sin poder contenerse, recogió en silencio las pertenencias de su madre y las llevó a casa de Irene. Dejó las maletas frente a la puerta, tocó el timbre y se marchó.
—Si quieres repartirte la herencia, repártete también las obligaciones— le escribió a su hermana.
Al día siguiente, Lucía lloró durante horas. Pero, a diferencia de su marido, no estaba enfadada. Simplemente le dolía: tres años de su vida, tres años de entrega física y emocional, solo para recibir a cambio indiferencia y traición.
Alejandro no lo oculta: quizá actuó con dureza. Pero si la justicia no existe en el corazón de una madre, tal vez la encuentre en los ojos de su hija. Se pregunta: ¿debe un hijo ser siempre fuerte y paciente cuando sus actos sinceros no son valorados?
A veces, los hijos aman de verdad. Hasta que descubren quién se quedará con el piso.