Hijo deja de hablarme… y desconozco cuándo se volvió un extraño

Hijo mío ya no quiere hablar conmigo… Y no sé en qué momento se convirtió en un extraño para mí.

Tengo un único hijo. Mi sangre, mi sostén, mi orgullo. Él tiene treinta años y yo, sesenta y uno. Toda mi vida la he dedicado a él. Trabajé sin descanso por él, noches en vela, rezando. Es de mi primer matrimonio. Ahora tiene su propia familia, una mujer, y hace poco nació su hija tan esperada, mi nieta. Podría parecer que todo es felicidad, incluso vivimos cerca, separados solo por un patio. Pero no… Ya casi no hablamos.

Antes de la niña, todo era diferente. Mi hijo y yo éramos cercanos; venía a visitarme a menudo, me pedía consejos. A veces aparecía solo para tomar un café y charlar de la vida. Me sentía necesaria. Ahora hay un muro entre nosotros. Se ha vuelto distante, como si le hubiera fallado en algo. Noto que está resentido, pero no entiendo por qué.

Intenté preguntarle con delicadeza, pero él calla. Lo intenté a través de su esposa, pero ella solo me dice: «Averígüenlo entre ustedes». ¿Cómo?, si él evita hasta el más mínimo contacto.

De pequeño enfermaba mucho. Yo lo llevaba todo sola. Mi segundo marido, buena persona pero poco firme, nunca fue un padre para él, y mi hijo jamás lo aceptó como tal. Las preocupaciones, las dificultades, la disciplina… Todo recaía sobre mí. Fui madre y padre a la vez. Pasamos por mucho: malas compañías, sospechas de drogas, rebeldía adolescente… Tuve que ser dura. No por maldad, sino por miedo. Miedo a perderlo. No fui la madre perfecta, claro que no. Pero fui la única que nunca se rindió.

Lo extraño es que todo se torció por una tontería. Le pedí ayuda con el ordenador. La tecnología no es lo mío, esas actualizaciones, programas… Antes lo hacía sin rechistar. Pero esa vez, suspiró, se levantó, llamó a su mujer y se fue. Ni siquiera probó los pasteles que preparé. Se marchó. Y desde entonces, silencio.

Al principio pensé: se le pasará, volverá. Pero pasó un mes, dos, tres… Nada. Ni siquiera me avisa cuando viaja al extranjero; me entero por conocidos. A mi nieta solo la veo cuando mi nuera la trae. Es educada, pero fría. Ni una palabra de más. Y si pregunto por mi hijo, repite: «Eso es cosa suya. Háblenlo entre ustedes».

Ya ni llamo, por miedo a parecer pesada. Pensé que, si me alejaba, le daría espacio y quizás me echaría de menos. Pero no… Cuanto más callo, más se distancia.

Lo más duro no es su enfado o resentimiento. Lo peor es el silencio. La indiferencia absoluta. Es como si hubiera dejado de existir para él. No viene, no llama, no pregunta por mí, por mi salud. Ni siquiera supo cuando estuve en el hospital; mi nuera lo descubrió por casualidad.

No lo entiendo. No me he metido en su familia, no he dado sermones, he ayudado cuando me lo pidieron. Dinero, apoyo… ¿No merezco al menos una conversación?

Las noches son largas. Repaso cada palabra, cada momento, buscando mi error. ¿Subestimé algo? ¿Lo herí sin querer? ¿O simplemente ya no me necesita?

Dicen que los hijos crecen y se alejan. Pero no así… No en este silencio de muerte. No soy una desconocida. Soy su madre.

Ahora vivo pisando cristales; cada recuerdo duele. Miro fotos, sus dibujos de niño, y no puedo creer que ese chiquillo risueño ahora me trate como a una enemiga.

No pido mucho. No quiero regalos, dinero ni halagos. Solo quiero su presencia. Su voz. Su “hola, mamá”.

Díganme, ¿qué hago? ¿Cómo recuperar a un hijo que decide alejarse? ¿Qué decir si no quiere escuchar? ¿O debo aceptarlo y seguir? Pero… ¿cómo vivir con el corazón roto, cuando tu propio hijo actúa como si ya no existieras?

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