Hijo Construye Su Familia Sin Dejar Espacio Para Mí

**Diario de un padre olvidado**

Me llamo Francisco. Tengo 72 años. Vivo solo en una casita antigua en las afueras de un pueblo pequeño, donde una vez todo estuvo lleno de vida. Aquí, en este patio, mi hijo corría descalzo sobre la hierba, me llamaba para construir cabañas con viejas mantas, juntos asábamos patatas en la lumbre y soñábamos con el futuro. Entonces creí que esa felicidad duraría para siempre. Que era necesario, que importaba. Pero la vida sigue su curso, y ahora en casa solo hay silencio. Polvo sobre la tetera, susurros en las esquinas, y los ladridos ocasionales del perro del vecino.

Mi hijo se llama Javier. Su madre, mi difunta esposa Isabel, falleció hace casi diez años. Después de eso, él se convirtió en mi única familia, mi último vínculo con un pasado donde aún había calor y sentido.

Lo criamos con amor y cuidados, pero sin olvidar la disciplina. Yo trabajé mucho, mis manos no conocieron el descanso. Isabel era el corazón del hogar, y yo las manos. No siempre estuve cerca, pero cuando hacía falta, ahí estaba. Subordinado en el trabajo, pero padre en casa. Le enseñé a montar en bicicleta, arreglé su primer “Seat 600”, con el que luego se marchó a estudiar a Madrid. Estaba orgulloso de él. Siempre.

Cuando Javier se casó, no oculté mi alegría. Su elegida, Carmen, me pareció una chica discreta y serena. Se mudaron al otro extremo del pueblo. Pensé: “Bien, que vivan su vida, que construyan. Yo estaré ahí para ayudar”. Creí que vendrían a visitarme, que podría cuidar de mis nietos, leerles cuentos antes de dormir. Pero no fue así.

Primero fueron llamadas breves. Luego solo felicitaciones en fechas señaladas. Unas cuantas veces fui yo, con un pastel o caramelos. Una vez abrieron la puerta, pero dijeron que Carmen tenía migraña. Otra, que el niño dormía. Y la tercera, ni siquiera me abrieron. Después de eso, dejé de ir.

No hice escándalos. No me quejé. Me senté y esperé. Pensé: tendrán sus cosas, el trabajo, los niños… ya se arreglará. Pero el tiempo pasó, y quedó claro: no hay espacio para mí en sus vidas. Ni siquiera vinieron el aniversario de la muerte de Isabel. Solo llamaron, y se acabó.

Hace poco, me lo encontré por casualidad en la calle. Iba de la mano de su hijo, cargado con bolsas. Le llamé, el corazón me latió con fuerza. Pero él se giró y me miró como a un extraño. “Padre, ¿todo bien?”, preguntó. Asentí. Él hizo lo mismo. Dijo que tenía prisa. Y se fue. Eso fue todo.

Caminé de vuelta a casa, paso lento. Pensando… ¿En qué fallé? ¿Por qué mi propio hijo me ve como un desconocido? ¿Fui demasiado duro? ¿O quizá demasiado blando? O tal vez solo soy un estorbo ahora, con mis recuerdos, mi vejez, mi silencio.

Ahora soy mi propia familia, mi único consuelo. Preparo té, releo las cartas de Isabel, a veces me siento en el banco a ver jugar a niños que no son los míos. La vecina, Pilar, a veces me saluda. Yo respondo con un gesto. Así vivo.

A Javier lo quiero. Todavía. Pero ya no espero nada. Supongo que es el destino de los padres: soltar. Pero nadie nos prepara para el día en que te conviertes en un estorbo en la vida de aquel por el que viviste.

Y tal vez eso es la verdadera madurez. Solo que esta vez no es la del hijo. Es la del padre.

Rate article
MagistrUm
Hijo Construye Su Familia Sin Dejar Espacio Para Mí