Mi hija y mi nieto se mudaron conmigo “temporalmente”, pero escuché cómo discutían a qué residencia de ancianos sería mejor enviarme.
La llegada de Lucía con su hijo Dani fue como una tormenta que arrasó con mi vida tranquila y ordenada. Aparecieron en la puerta con maletas, cajas y una sonrisa culpable de mi hija.
—Mamá, no será por mucho tiempo —trinó Lucía mientras Dani, mi nieto de quince años, arrastraba por el pasillo unos altavoces del tamaño de una mesilla—. Están reformando el piso, ya sabes, los obreros… bueno, tú me entiendes. Un mes, dos como mucho.
Entendí. Por eso me aparté en silencio, dejándoles paso. Mi apartamento de dos habitaciones, que antes me parecía amplio, se encogía ante mis ojos.
Primero cayó el salón. Se convirtió en una sucursal del cuarto de un adolescente: ropa colgada en el respaldo del sillón, cables enredados en las patas de la mesa, el zumbido constante del ordenador.
Mis violetas, que llevaban años creciendo en la ventana, fueron desterradas a la cocina porque “mamá, aquí no tienen suficiente luz, y Dani necesita espacio para su monitor”.
Luego le tocó a la cocina. Lucía se puso manos a la obra con entusiasmo.
—¿Para qué tantos tarros? —preguntó, sacando mis hierbas y especias de la alacena—. ¡Esto tiene cien años! Hay que tirarlo todo. Yo te compraré nuevos, en recipientes bonitos y uniformes.
No preguntaba, daba por hecho. Mi querida tetera de cobre, regalo de mi difunto marido, fue escondida en el altillo porque “no encaja con la decoración”. En su lugar apareció una reluciente cafetera francesa.
Intenté no estorbar. Salía a pasear durante horas para no oír la música de mi nieto ni el murmullo de llamadas de mi hija.
Cada vez que volvía, encontraba algo nuevo. Los muebles cambiados de sitio. Otro mantel en la mesa. El álbum de fotos antiguas desaparecido del cajón.
—Mamá, lo guardé en el armario, que se llenaba de polvo —explicó Lucía con naturalidad al ver mi mirada.
Me sentía como una invitada. Una invitada educada y callada a la que dejaban vivir en su propia casa.
Ya no reconocía mi piso. Estaba lleno de sonidos ajenos, olores ajenos, una vida ajena que desplazaba la mía.
Una tarde volví antes de lo habitual. La luz del recibidor estaba encendida, y desde la cocina llegaban voces apagadas.
Iba a entrar a saludar, pero algo me detuvo. Era Lucía, hablando por teléfono.
Me quedé inmóvil en el pasillo oscuro, escuchando.
—…Sí, Javier, lo entiendo. Pero hay que elegir el mejor. Que el cuidado sea bueno y el sitio decente…
Su voz era baja, casi conspirativa. Me apoyé en la pared, el corazón latiéndome con fuerza.
—No, ese queda muy lejos. Y el otro que me mandaste… tiene malas opiniones. Hay que pensarlo bien. Esto no es por un mes.
Una pausa. Probablemente escuchaba a su marido.
—Claro, es por su bien. Aire fresco, compañía… Aquí se está marchitando sola.
Cerré los ojos. De repente, me faltó el aire.
—Vale, miraré más opciones —terminó Lucía—. Hablamos mañana. Un beso.
En la cocina sonó algo. Deslizándome de puntillas, llegué a mi habitación y cerré la puerta sin hacer ruido.
Me senté al borde de la cama, mirando al vacío. No había lágrimas, ni ganas de armar un escándalo. Dentro de mí todo se había vuelto frío y duro como una piedra.
Así que la reforma era solo una excusa. Todos esos “mamá, es por tu bien” eran preparativos. Ya lo habían decidido. Por mí. Solo faltaba elegir el lugar.
Me quedé quieta, mientras al otro lado de la pared bullía la vida. Dani se reía con algún vídeo. Lucía tarareaba mientras lavaba los platos en su nueva cafetera.
Ellos vivían. Y a mí ya me habían dado por perdida.
A la mañana siguiente, me desperté siendo otra persona. La calma helada que se había instalado en mí no se había ido. Me levanté, me vestí y salí a la cocina.
Lucía ya estaba allí, preparando algo en su cafetera.
—¡Buenos días, mamá! —me sonrió con su habitual alegría—. ¿Te hago tu avena de siempre?
—No —respondí con serenidad—. Prepárame un bocadillo de queso. Y devuélveme mi tetera, por favor. Quiero té de verdad.
Lucía parpadeó, sorprendida. La sonrisa se le borró.
—Mamá, ¿para qué quieres esa tetera vieja? Mira qué práctica es la cafetera…
—Devuélveme. La tetera. A. Su. Sitio. —Lo dije despacio, mirándola a los ojos. Algo en mi mirada la hizo estremecerse. En silencio, subió a una silla, sacó mi tesoro de cobre del altillo y lo puso en la mesa.
Aquel día comenzó mi guerra silenciosa. Ya no me iba de casa todo el día. Me sentaba en el sillón del salón y observaba.
Veía cómo Dani dejaba calcetines sucios bajo el sofá, cómo Lucía bajaba la voz al teléfono cuando yo entraba.
Interpretaron mi nuevo silencio y mis exigencias como caprichos de vieja. Me vino bien.
Unos días después, apareció un folleto brillante en la mesita. “Residencia para mayores ‘Pinar de la Sierra’. Descanso y cuidado en armonía con la naturaleza”.
Lucía fingió que había llegado allí por arte de magia.
Lo cogí cuando ella estaba cerca. Lo hojeé. Abuelos sonrientes jugando al ajedrez en las fotos. Habitaciones acogedoras.
—Qué bonito —dije en voz alta—. ¿Es un balneario?
Lucía se puso en guardia.
—Sí, mamá, algo así. Me lo dieron en el trabajo, mira qué maravilla. Aire puro, médicos cerca… ¿Por qué no te vas un par de semanas? Descansarías de nosotros.
—¿De vosotros? —levanté la vista hacia ella—. Pero si vosotros mismos os iréis pronto. Terminaréis la reforma y os marcharéis. ¿O no?
Se quedó desconcertada.
—Bueno, claro… pero a ti también te vendría bien cambiar de aires.
—¿Y cuánto cuesta este lujo? —señalé el precio en la última página—. Vaya. Caro. Es casi toda mi pensión de medio año.
—¡Mamá, no pienses en el dinero! —exclamó Lucía—. ¡Javier y yo lo pagaremos todo! Por ti no escatimamos.
—¿En serio? —sonreí—. Qué bien. Justo iba a pedirte dinero. Necesito empastarme una muela, y ahora no es barato.
La cara de Lucía se descompuso. La conversación sobre la residencia terminó al instante.
Por la noche, escuché otra discusión. Esta vez, Lucía peleaba con su marido.
—¡Parece que se burla de mí! —sis