Hijas y nietos que planean en secreto mi futuro

Mi hija y mi nieto se habían mudado conmigo «temporalmente», pero escuché cómo discutían a qué residencia de ancianos sería mejor internarme.

La llegada de Lucía con Nacho a mi casa fue como un huracán que destrozó la paz de mi vida, cuidadosamente tejida durante años. Aparecieron en el umbral con maletas, cajas y la sonrisa culpable de mi hija.

—Mamá, será solo un par de meses— trinó Lucía mientras Nacho, mi nieto de quince años, arrastraba por el pasillo unos altavoces del tamaño de un armario. —Están reformando el piso, ya sabes, los obreros… en fin, tú me entiendes. Un mes, dos como mucho.

Entendí. Por eso me aparté en silencio, dejándoles paso. Mi apartamento de dos habitaciones, que antes me parecía espacioso, se encogía ante mis ojos.

Primero cayó el salón. Se convirtió en una sucursal del cuarto de un adolescente: ropa en el respaldo del sillón, cables enredados en las patas de la mesa, el zumbido eterno del ordenador.

Mis violetas, que durante años habían florecido en el alféizar, fueron desterradas a la cocina porque «mamá, aquí no tienen suficiente luz, y Nacho necesita espacio para la pantalla».

Luego llegó el turno de la cocina. Lucía se puso manos a la obra con entusiasmo.

—¿Para qué necesitas tantos tarros?— preguntó, vaciando mis reservas de especias y hierbas. —¡Esto lleva aquí siglos, hay que tirarlo! Compraré otros nuevos, en recipientes bonitos y ordenados.

No preguntaba. Imponía. Mi querida tetera de cobre, un regalo de mi difunto marido, fue relegada al trastero por «no encajar con la decoración». En su lugar apareció una reluciente cafetera francesa.

Intentaba no estorbar. Salía a pasear durante horas para no oír la música de mi nieto ni el susurro de las llamadas de negocios de mi hija.

Cada vez que volvía, encontraba algo nuevo. Los muebles cambiados de sitio. Otro mantel en la mesa. El álbum de fotos antiguas desaparecido del cajón.

—Mamá, lo guardé en el armario, que acumulaba polvo— explicó Lucía con naturalidad al ver mi mirada.

Me sentía como una invitada. Una invitada educada y silenciosa a la que permitían habitar su propia casa.

Dejé de reconocer mi hogar. Se había llenado de sonidos ajenos, olores ajenos, una vida ajena que desplazaba la mía.

Una tarde, volví antes de lo habitual. La luz del recibidor estaba encendida, y desde la cocina llegaban voces apagadas.

Iba a entrar, a saludar, pero algo me detuvo. Era Lucía, hablando por teléfono.

Me quedé inmóvil en el pasillo oscuro, aguzando el oído.

—…sí, Javier, lo entiendo. Pero hay que elegir la mejor. Que el cuidado sea bueno y el lugar decente…

Su voz era baja, casi conspirativa. Me apoyé contra la pared, sintiendo el corazón latir con fuerza.

—No, ese queda muy lejos. Y el que me enviaste… las opiniones son dudosas. Hay que pensarlo bien. Esto no es para un mes.

Una pausa. Probablemente, escuchaba la respuesta de su marido.

—Claro, es por su bien. Aire fresco, compañía… Aquí se marchita sola.

Cerré los ojos. De pronto, faltaba aire.

—Vale, seguiré buscando opciones— concluyó Lucía. —Hablamos mañana. Un beso.

En la cocina, algo tintineó. Deslicé los pies hasta mi habitación y cerré la puerta sin hacer ruido.

Me senté al borde de la cama, mirando al vacío. No había lágrimas, ni ganas de armar un escándalo. Por dentro, todo se había vuelto frío y duro como una piedra.

Así que la reforma era solo una excusa. Todos esos «mamá, es por tu bien» eran preparativos. Ya lo habían decidido. Por mí. Solo faltaba elegir el lugar.

Me quedé inmóvil mientras, al otro lado de la pared, la vida seguía. Nacho reía con algún vídeo. Lucía tarareaba mientras lavaba los platos en su nueva cafetera francesa.

Ellos vivían. A mí ya me habían dado por amortizada.

A la mañana siguiente, desperté siendo otra persona. La calma helada que se había instalado en mí no se había disipado. Me vestí y salí a la cocina.

Lucía ya estaba allí, preparando algo en su cafetera.

—¡Buenos días, mamá!— me sonrió con su habitual brillo. —¿Quieres tu avena de siempre?

—No— respondí con serenidad. —Hazme un bocadillo de queso. Y devuélveme mi tetera, por favor. Quiero té de verdad.

Lucía parpadeó, desconcertada. Su sonrisa se desvaneció.

—Mamá, ¿para qué quieres esa tetera vieja? Mira qué práctica es esta cafetera…

—Devuélveme. La tetera. Ahora.— Lo dije despacio, mirándola a los ojos. Algo en mi mirada la hizo estremecerse. En silencio, subió a una silla, rescató mi tesoro de cobre del trastero y lo colocó sobre la mesa.

Ese día comenzó mi guerra silenciosa. Ya no me iba de casa todo el día. Me sentaba en el sillón del salón y observaba.

Veía a Nacho tirar calcetines sucios bajo el sofá, a Lucía susurrar por teléfono y bajar la voz cuando entraba.

Interpretaron mi nuevo silencio y firmeza como caprichos de anciana. Me vino bien.

Unos días después, apareció un folleto brillante sobre la mesita. «Residencia para mayores El Pinar. Cuidado y armonía con la naturaleza».

Lucía fingió que había llegado allí por arte de magia.

Lo cogí mientras ella estaba cerca. Lo hojeé. Abuelos sonrientes jugando al ajedrez en las fotos. Habitaciones acogedoras.

—Qué bonito— dije en voz alta. —¿Es un balneario?

Lucía se puso alerta.

—Sí, mamá, algo así. Me lo dieron en el trabajo, mira qué lugar tan agradable. Aire puro, médicos… Quizá podrías ir unas semanas, descansar de nosotros.

—¿De ustedes?— la miré fijamente. —Pero si ustedes mismos se irán pronto. Cuando terminen la reforma. ¿O no?

Se quedó descolocada.

—Bueno, claro… pero a ti también te vendrá bien cambiar de ambiente.

—¿Y cuánto cuesta este lujo?— señalé el precio en la última página. —Vaya. Caro. Es casi toda mi pensión de medio año.

—¡Mamá, no hables de dinero!— exclamó Lucía. —¡Javier y yo lo pagaremos todo! Por ti no escatimamos.

—¿En serio?— sonreí. —Qué bien. Justo quería pedirte dinero. Necesito un empaste, y ahora no es nada barato.

El rostro de Lucía se demudó. La conversación sobre la residencia terminó de inmediato.

Esa noche, escuché otra discusión. Esta vez, Lucía peleaba con su marido.

—¡Es como si se burlara de mí!— siseaba al teléfono. —¡Pregunta cuándo nos iremos! ¡Pide dinero para el dentista! ¡Yo hablo de la residencia, y ella de empastes!

Me quedé tras la puerta, sonriendo. Mi nuevo papel de «anciana cascarrabias con lagunas mentales» funcionaba a la perfección.

Al día siguiente, di el siguiente paso. Cuando Lucía y Nacho salieron de compras, desenterré mi agenda antigua. Encontré un número que no había marcado en meses.

El ton

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