En un pueblecito de Andalucía, donde el tiempo parece detenerse y las casas blancas guardan secretos familiares, existía esa idea anticuada de que una madre debe sacrificarlo todo por sus hijos, olvidando sus propios sueños. Pero Elena, madre de dos hijas adultas, rompió con ese estereotipo. Su decisión de aceptar la herencia de su hermana cambió su vida y desató la indignación de quienes solo la veían como una figura abnegada.
Elena se casó joven, llena de ilusiones. Tuvo dos hijas, Lucía y Carmen, pero la felicidad duró poco. Su marido, un sinvergüenza, desapareció tres años después de que naciera Carmen, dejándola sola con dos niñas pequeñas. Criarlas sin ayuda fue un infierno. Elena se privó de todo, trabajando hasta el agotamiento para darles lo mínimo. Pero algunas cosas, como una casa, eran imposibles.
Vivían en una casita humilde a las afueras del pueblo, con un pequeño huerto que les ayudaba en tiempos difíciles. Las hijas crecieron, se casaron y se mudaron a la ciudad, viviendo de alquiler. Elena se quedó sola. Con la salud resentida, se jubiló antes de tiempo. Fue entonces cuando su hermana mayor, Rosa, enfermó gravemente. Sin pensarlo, Elena se mudó con ella a su piso en el centro de Sevilla. Lo que vio allí la dejó atónita.
Rosa, sin familia, había vivido solo para sí misma. Gastaba su dinero en viajes, teatro y ropa elegante, sin preocuparse por el mañana. Incluso a su hermana la trataba con cierto desdén: «Si no me cuidas, Lola, buscaré a otra. Pero entonces olvídate del piso». Aunque al principio le chocó ese egoísmo, viviendo con Rosa, Elena empezó a entender su filosofía. Cuando su hermana murió y le dejó el piso, fue como despertar de un sueño. Por primera vez, se preguntó: ¿y si vivo para mí?
Se quedó en el piso de la ciudad, rodeada del bullicio y las luces. Después de décadas, sintió que volvía a vivir. Empezó a ir a exposiciones, pasear por el parque María Luisa, incluso se apuntó a clases de sevillanas. Pero su felicidad le sentó mal a sus hijas.
Lucía y Carmen estaban acostumbradas a que su madre antepusiera sus necesidades. Lucía, con una hipoteca junto a su marido, esperaba que Elena vendiera el piso y les diera parte del dinero para aliviar sus deudas. Carmen, embarazada de su tercer hijo y en un alquiler, soñaba con comprar un pisito. Ya lo tenían todo planeado… sin consultarla. Pero Elena se negó. Quería quedarse en la ciudad y vivir la vida que nunca se había permitido soñar.
—Estoy harta de sacrificarme —les dijo cuando fueron a reclamarle—. Quiero vivir para mí, aunque sea ahora.
Las hijas estallaron de rabia. La llamaron egoísta, ingrata. «¡Toda la vida has estado para nosotras y ahora nos abandonas por tus caprichos!», gritó Lucía. Carmen, entre lágrimas, añadió: «¿Cómo puedes pensar solo en ti si mis hijos y yo vivimos apretados en un alquiler?».
Elena calló, pero su corazón se partía. Recordaba los días sin comer para que sus hijas vistieran bien, las noches cosiendo por un puñado de pesetas. Y ahora la acusaban de traición. Lo peor era que ni siquiera la habían ayudado a cuidar a Rosa. Solo aparecieron cuando olía a herencia.
—¿Cómo te atreves a disfrutar en la ciudad mientras nos olvidas? —espetó Lucía antes de irse, dando un portazo.
Carmen dejó de llamar. Sus hijas la borraron de sus vidas, tachándola de «egoísta». Elena se quedó sola, pero no se arrepentía. Por primera vez, se sentía libre. Paseaba por la orilla del Guadalquivir, tomaba café en terrazas, sonreía a desconocidos. Sus ojos, antes apagados por el cansancio, ahora brillaban.
¿Se la puede culpar? Lo dio todo por sus hijas, pero al final eligió ser feliz. Ellas, acostumbradas a sus sacrificios, no entendieron que también tenía derecho. ¿Quién es el egoísta? ¿La madre que quiere vivir o las hijas que exigen más? Elena lo sabía, pero eso no aliviaba el dolor. Solo esperaba que, algún día, entendieran que incluso una madre tiene derecho a su propio corazón.