En un pequeño pueblo de Andalucía, donde el tiempo parece detenerse y las casas blancas guardan secretos familiares, existía una creencia arraigada: una madre debía entregarse por completo a sus hijos, olvidando sus propios sueños. Pero Elena, madre de dos hijas adultas, desafió esa norma. Su decisión de aceptar la herencia de su hermana cambió su vida y desató la ira de quienes solo la veían como un ser abnegado.
Elena se casó joven, llena de ilusiones. Tuvo dos hijas, Carmen y Lucía, pero la felicidad duró poco. Su marido, un sinvergüenza, desapareció tres años después del nacimiento de Lucía, dejándola sola con dos niñas pequeñas. Criarlas sin ayuda fue un infierno. Elena se privó de todo, trabajó hasta el agotamiento para que sus hijas tuvieran lo mínimo. Pero algunas cosas, como una casa propia, nunca llegaron.
Vivían en una casita humilde en las afueras del pueblo, con un huerto que les salvaba en tiempos difíciles. Las hijas crecieron, se casaron y se mudaron a la ciudad, arrendando pisos. Elena se quedó sola. Su salud flaqueó y tuvo que jubilarse antes de tiempo. Entonces, su hermana mayor, Isabel, enfermó gravemente. Elena no lo dudó: se trasladó a su piso en el centro de Sevilla. Lo que vio la dejó atónita.
Isabel, sin familia, vivía para sí misma. Gastaba su dinero en viajes, teatros y ropa elegante, sin preocuparse por el mañana. Incluso trataba a Elena con cierta superioridad: “Si no me cuidas, Lola, buscaré a otra. Y entonces el piso no será tuyo”. Elena, escandalizada por su egoísmo, empezó a entender su filosofía con el tiempo. Cuando Isabel murió y le dejó el piso, algo en ella despertó. Por primera vez, se preguntó: ¿y si vivo para mí?
Se quedó en aquel piso urbano, rodeada del bullicio de la ciudad y las luces nocturnas. Después de décadas, se sintió viva. Empezó a visitar exposiciones, pasear por parques, incluso se apuntó a clases de baile. Pero su felicidad se convirtió en una espina para sus hijas.
Carmen y Lucía estaban acostumbradas a que su madre las antepusiera siempre. Carmen, con una hipoteca que la ahogaba, esperaba que Elena vendiera el piso y le diera parte del dinero. Lucía, embarazada de su tercer hijo y sin casa propia, soñaba con comprar un pequeño apartamento. Ambas lo tenían todo planeado, sin consultarla. Pero Elena se negó a vender. Quería quedarse en la ciudad y vivir, por fin, como nunca había permitido.
—Estoy harta de sacrificarme —les dijo cuando fueron a reclamarle—. Quiero vivir para mí, al menos ahora.
Las hijas estallaron en furia. La llamaron egoísta, ingrata. “¡Toda la vida fuiste para nosotras, y ahora nos abandonas por tus caprichos!”, gritó Carmen. Lucía, entre lágrimas, añadió: “¿Cómo piensas solo en ti cuando mis hijos y yo vivimos hacinados en un piso alquilado?”.
Elena calló, pero su corazón se partía. Recordaba cómo pasaba hambre para que ellas vistieran bien, cómo cosía de noche para ganar unas pesetas más. Y ahora la acusaban de traición. Lo peor fue que no la ayudaron ni una vez con Isabel. Solo aparecieron cuando olieron la herencia.
—¿Por qué nos olvidas, por qué disfrutas de la ciudad como si no tuviéramos necesidades? —espetó Carmen antes de irse, cerrando la puerta de un portazo.
Lucía dejó de llamar. Sus hijas la borraron de sus vidas, tachándola de “egocéntrica”. Elena se quedó sola, pero no se arrepintió. Por primera vez, se sentía libre. Paseaba por el río, tomaba café en terrazas, sonreía a desconocidos. Sus ojos, apagados antes por el cansancio, ahora brillaban.
¿Era Elena la egoísta? Les dio todo a sus hijas, pero al final eligió su propia vida. Ellas, acostumbradas a su sacrificio, no aceptaron su derecho a ser feliz. ¿Quién era realmente la egoísta: la madre que decidió vivir, o las hijas que exigían más? Elena sabía la respuesta, aunque eso no aliviaba el dolor. Solo esperaba que, algún día, sus hijas entendieran: incluso una madre tiene derecho a su propio corazón.