Mi hija y mi nieto se mudaron conmigo “temporalmente”, pero escuché cómo discutían a qué residencia de mayores deberían ingresarme.
La llegada de Marta con Javier fue como una tormenta que arrasó con mi vida tranquila y ordenada. Aparecieron en la puerta con maletas, cajas y esa sonrisa culpable de mi hija.
—Mamá, será solo un par de meses— dijo Marta mientras Javier, mi nieto de quince años, arrastraba una torre gigante de sonido que casi no cabía por el pasillo. —En casa hay obras, ya sabes, los albañiles… bueno, tú me entiendes. Un mes, dos como mucho.
Entendí. Por eso me aparté en silencio, dejándoles paso. Mi piso de dos habitaciones, que antes parecía amplio, de pronto se encogió ante mis ojos.
Primero cayó el salón. Se convirtió en una extensión del cuarto de un adolescente: ropa tirada en el sofá, cables enredados alrededor de las patas de la mesa, el zumbido constante del ordenador.
Mis geranios, que llevaban años en el alféizar, fueron desterrados a la cocina porque “mamá, aquí no les da suficiente luz, y Javi necesita espacio para su pantalla”.
Luego llegó el turno de la cocina. Marta se puso manos a la obra con sus nuevas normas.
—¿Para qué tantos tarros?— preguntó mientras vaciaba mis especias y hierbas. —¡Esto tiene siglos, hay que tirarlo! Te compraré unos recipientes bonitos, todos iguales.
No preguntaba, imponía. Mi tetera de cobre, regalo de mi difunto marido, fue escondida en el altillo por “no encajar con la decoración”. En su lugar apareció una reluciente cafetera francesa.
Intentaba no estorbar. Salía a pasear durante horas para no escuchar la música de mi nieto ni el trajín de mi hija.
Cada vez que volvía, algo había cambiado. Los muebles movidos. Otro mantel en la mesa. El álbum de fotos desaparecido del cajón.
—Mamá, lo guardé en el armario, que se llena de polvo— explicó Marta al ver mi mirada.
Me sentía como una invitada. Una invitada educada y silenciosa a la que dejaban vivir en su propia casa.
Ya no reconocía mi piso. Estaba lleno de sonidos ajenos, olores ajenos, una vida ajena que empujaba la mía hacia fuera.
Una tarde volví del paseo antes de lo habitual. La luz del recibidor estaba encendida, y desde la cocina llegaban voces susurrantes.
Iba a entrar, a saludar, pero algo me detuvo. Era Marta, hablando por teléfono.
Me quedé quieta en el pasillo, aguzando el oído.
—…Sí, Antonio, lo entiendo. Pero hay que elegir el mejor. Que tenga buen cuidado y sea un sitio decente…
Su voz era baja, casi conspirativa. Me apoyé contra la pared, el corazón latiendo con fuerza.
—No, ese queda muy lejos. El que me enviaste… tiene malas reseñas. Hay que pensarlo bien. Esto no es por un mes.
Una pausa. Supuse que escuchaba a su marido.
—Claro, es por su bien. Aire fresco, compañía… Aquí se está apagando sola.
Cerré los ojos. De pronto, el aire me faltaba.
—Vale, seguiré buscando opciones— concluyó Marta. —Hablamos mañana. Un beso.
En la cocina sonó algo. Me deslicé de puntillas hasta mi habitación y cerré la puerta sin hacer ruido.
Me senté al borde de la cama, mirando al vacío. No había lágrimas, ni ganas de montar un escándalo. Por dentro, todo se había vuelto frío y duro como una piedra.
Así que la reforma era solo una excusa. Todos esos “mamá, es por tu bien” eran preparativos. Ya lo habían decidido. Por mí. Solo faltaba elegir el sitio.
Me quedé inmóvil mientras, al otro lado de la pared, la vida seguía. Javier se reía con algún vídeo. Marta tarareaba mientras lavaba los platos con su cafetera nueva.
Ellos vivían. Y a mí ya me habían dado por perdida.
A la mañana siguiente, me desperté otra persona. La calma helada que había sentido la noche anterior seguía ahí. Me vestí y salí a la cocina.
Marta ya estaba allí, preparando algo en su cafetera.
—¡Buenos días, mamá!— me sonrió con su habitual brillo. —¿Quieres tu avena de siempre?
—No— respondí con serenidad. —Hazme un bocadillo de queso. Y devuélveme mi tetera, por favor. Quiero té de verdad.
Marta parpadeó, sorprendida. La sonrisa se borró de su cara.
—Mamá, ¿para qué quieres esa tetera vieja? Mira qué bien funciona esta cafetera…
—Devuélveme. La tetera. Ahora.— Lo dije despacio, mirándola fijamente. Algo en mi mirada la hizo estremecerse. En silencio, subió a una silla, sacó mi tesoro de cobre del altillo y lo dejó sobre la mesa.
Ese día empezó mi guerra silenciosa. Ya no me iba todo el día. Me sentaba en el sillón del salón y observaba.
Veía cómo Javier dejaba los calcetines sucios bajo el sofá, cómo Marta bajaba la voz al teléfono cuando yo entraba.
Interpretaron mi nuevo silencio y firmeza como caprichos de anciana. Me convenía.
A los pocos días, apareció un folleto brillante en la mesita. “Residencia de mayores ‘Pinar Dorado’. Descanso y cuidado en armonía con la naturaleza”.
Marta fingió que había llegado allí por arte de magia.
Lo cogí cuando ella estaba cerca. Lo hojeé. Abuelos sonrientes jugando al ajedrez. Habitaciones acogedoras.
—Qué bonito— dije en voz alta. —¿Es un balneario?
Marta se puso alerta.
—Sí, mamá, algo así. Me lo dieron en el trabajo, mira qué lugar tan bonito. Aire puro, médicos… ¿Por qué no vas unas semanas? Descansarías de nosotros.
—¿De vosotros?— la miré a los ojos. —Pero si pronto os iréis. Cuando terminen las obras. ¿O no?
Se turbó.
—Bueno, sí… pero a ti también te vendría bien un cambio.
—¿Y cuánto cuesta este lujo?— señalé el precio en la última página. —Vaya. Caro. Es casi toda mi pensión de medio año.
—Mamá, ¡no hables de dinero!— exclamó Marta. —¡Antonio y yo lo pagaremos! No te faltará de nada.
—¿De verdad?— sonreí. —Qué bien. Justo iba a pedirte dinero. Necesito empastarme una muela, y ahora no es barato.
La cara de Marta se alargó. La conversación sobre la residencia terminó en ese instante.
Por la noche, escuché otra llamada. Esta vez, Marta discutía con su marido.
—¡Parece que se burla de mí!— susurraba airada. —¡Pregunta cuándo nos iremos! ¡Pide dinero para el dentista! ¡Yo hablo de la residencia, y ella de empastes!
Tras la puerta, sonreí. Mi nuevo papel de “abuelita cascarrabias con lagunas mentales” funcionaba a la perfección.
Al día siguiente, di el siguiente paso. Esperé a que Marta y Javier salieran al supermercado, saqué mi agenda y marqué un número que no usaba hacía meses.
El tono sonó largo. Al fin, una voz masculina y soñolienta respondió.
—¿Carlos? Hola, hijo. Soy tu madre.
Carlos, mi hijo mayor, vivía en otra ciudad. Hablábamos poco; tenía su propia familia, trabajo, rutina.
—¿Mamá? ¡Hola! ¿P