«Hija Treintañera Vive Como Adolescente»: Confesión de una Madre Cansada de Esperar Madurez

A veces me paso por mi antigua oficina contable, no por trabajo, solo para tomar un té y charlar con mis excompañeras. El otro día volví a caer por allí y, como siempre, la conversación derivó en lo de siempre. Vera, mi vieja amiga del trabajo, soltó un suspiro nada más verme:

—No sé qué hacer con Irene. La chica tiene treinta y dos años y sigue comportándose como si tuviera dieciocho. Ni trabajo, ni familia, ni planes de futuro. El móvil es su mejor amigo y las noches son solo para salir de fiesta con las amigas. Ya no le doy dinero para sus juergas, pero claro, le compro la comida y le pago el piso. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

La escuchaba y me partía el corazón. Vera ronda los sesenta. Se ha dejado la piel trabajando toda la vida, incluso ahora, cuando debería estar disfrutando de la jubilación. Pero no, sigue manteniendo no solo a sí misma, sino también a una hija adulta que no tiene la menor intención de madurar ni de cambiar.

—Le digo: ¡al menos busca algún trabajo temporal! Y ella me suelta que no quiere acabar como yo, matándose en tres empleos por un puñado de euros. Eso sí, cuida al hijo de la vecina un par de veces por semana. Toda su actividad laboral se resume en eso. Para más, según ella, no está dispuesta.

Irene lo tenía todo. Una matrícula de honor, una carrera brillante. Lista no le falta. Y en su juventud no paraban de rondarla los chicos. Podría ser feliz, pero cuando llegó el momento de labrarse un futuro, decidió que empezar desde abajo era humillante. Quería un puesto directivo y un sueldo millonario de entrada. Como si esos puestos crecieran en los árboles, y más sin experiencia.

—Ya no le pido que sea una triunfadora —suspiró Vera—. ¡Solo que sea un adulto funcional! Pero parece que espera que aparezca un príncipe azul en un coche de lujo y la lleve a su castillo. Marido rico, chalet en Marbella, vacaciones en las Maldivas… ese es su plan. La realidad no le interesa. Cuando intento presentarle a chicos normales, los rechaza. Según ella, o son pobres o son «poco interesantes». Pero, vamos a ver, ¿y ella qué aporta?

Se notaba su angustia. No eran simples quejas, era un grito de desesperación. No sabe cómo llegar a una mujer adulta atrapada en la mentalidad de una adolescente. Soñar está bien, pero cuando los sueños son excusas para no mover un dedo, mal asunto.

—Sabes —me confesó Vera—, es buena chica. Tiene un gran corazón. Pero en la cabeza… parece que se quedó congelada. Como si tuviera miedo de dar el paso hacia la vida real. Y yo no soy eterna. ¿Qué será de ella cuando yo no esté?

Asentí en silencio, con mil preguntas dando vueltas. ¿De dónde salen estas historias? Vera le dio a Irene todo: educación, apoyo, un hogar. Pero algo falló. ¿Fue demasiado protectora? ¿Tal vez Irene teme asumir responsabilidades? ¿O espera una vida perfecta y por eso rechaza cualquier opción razonable?

—Hasta me he puesto a pensar —musitó Vera—, ¿y si el problema soy yo? ¿Si la malcrié, si siempre lo hice todo por ella? ¿Y ahora ya es tarde para cambiar?

No tuve valor para decirle que tenía parte de culpa. Porque historias como esta hay muchas. Conozco a gente que salió adelante desde la pobreza y a otros como Irene: inteligentes, con talento, pero perdidos. A veces, las expectativas de los padres aplastan a los hijos. Otras, el miedo al fracaso paraliza. Y otras… simplemente es pereza disfrazada de «búsqueda de uno mismo».

Pero de algo estoy segura: Vera no merece esto. Hizo todo lo que pudo. Y ahora solo quiere ver que su hija, por fin, es adulta, independiente y agradecida.

Lamentablemente, nuestros hijos no siempre se convierten en quienes soñamos. Pero quizá esta historia dé un giro… Siempre y cuando Irene entienda que el tiempo no es infinito, que su madre no es eterna, y que la vida no espera a quienes cruzan los brazos esperando milagros.

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