Hoy escribo estas líneas con el corazón roto por una traición que jamás imaginé vivir. Nuestra única hija, Lucía, se ha casado en secreto y le mintió a su marido, diciéndole que era huérfana. Mi esposo y yo estamos vivos, sanos, y nunca le dimos motivo para tratarnos con tanta crueldad.
Vivimos en un pueblo pequeño cerca de Segovia. Yo trabajo como enfermera en el centro de salud, y mi marido, Javier, es mecánico en una fábrica. No somos ricos, pero por Lucía habríamos dado lo imposible. Era nuestra única hija, nuestro orgullo, y la consentimos con todo lo que pudimos.
Desde niña, Lucía soñaba con la gran ciudad. Cada vez que visitábamos a familiares en Madrid, suplicaba quedarse. Creía que solo allí encontraría la felicidad. No la detuvimos; queríamos que cumpliera sus sueños. Cuando llegó el momento de estudiar, insistió en ir a la universidad en Madrid. Sus notas no alcanzaban para una beca, así que vendimos la casa de mis padres para pagar su matrícula y un piso compartido. Lo hicimos sin dudar, aunque luego nosotros seguimos en el pueblo, trabajando sin descanso.
Lucía se fue a la capital, y en cinco años apenas nos visitó. Íbamos nosotros, llevando comida casera y dinero, pero ella nos recibía con frialdad, como si le diera vergüenza nuestro acento, nuestras manos llenas de callos. Sus compañeras de piso nos trataban con más cariño que ella. Las llamadas se espaciaron, y para no molestarla, le dimos espacio. Pensamos que, si pasaba algo importante, nos lo diría.
Pero nos enteramos de su boda por otros. Una vecina, cuyo hijo estudia en Madrid, nos llamó diciendo que había visto a Lucía con un vestido blanco. No lo creímos, hasta que la verdad nos golpeó. ¿Cómo podía hacernos esto? La llamé, conteniendo las lágrimas, y le exigí una explicación. No lo negó. Con voz helada, me dijo: “No os presentaré a mi marido ni a su familia. Sus padres son gente importante, adinerada… y vosotros no encajáis. Les dije que era huérfana. No podía admitir que mi padre arregla tractores y mi madre pone vacunas a los cerdos. Ya bastó con que vinierais a la universidad con esas conservas caseras. ¡Me avergonzasteis!”.
Javier, al oírla, sacó una foto vieja de Lucía, la apretó en su puño y salió al patio. Vi temblar sus hombros mientras encendía un cigarrillo, a pesar de haber dejado el tabaco hace años. Yo aún no me recupero. Cada día tomo pastillas para el dolor, pero no calma esta herida.
¿Por qué? ¿Qué hicimos para merecer esto? Le dimos todo: amor, ahorros, sueños. Y ella nos rechazó como si fuéramos una mancha en su nueva vida elegante. ¿Cómo seguir adelante sabiendo que tu propia hija se avergüenza de ti?
A veces, dar todo no garantiza que te lo devuelvan. La lealtad no se mendiga, y el dolor de un hijo ingrato es el más amargo de todos.