Hija no invita a su padrastro a la boda después de que él la criara desde los nueve años. Yo tampoco iré a la boda.

Mi hija me ha destrozado el corazón. Creí que sabía ser agradecida, que con sus veinticinco años distinguiría la verdad, el bien de la indiferencia. Pero su acto demostró lo contrario: algo amargo, doloroso. No invitó a su boda a mi marido Javier, su padrastro, quien la crió desde los nueve años entregándole el alma. En cambio, sí llamó a su padre biológico, Alejandro, que la ignoró todos estos años. Tras esto, no tengo el menor deseo de asistir a esa farsa de celebración.

El divorcio de mi primer esposo, Alejandro, fue inevitable como el estallido tras la calma. Los últimos cuatro años de matrimonio los soporté por entereza y por los ruegos de mi suegra Carmen, que imploraba que aguantase a su hijo inútil. Todo tiene límite: mi paciencia se agotó cuando mi hija Lucía cumplió siete años. Su padre siempre relegó a la familia. Solo jugaba con ella cuando estaba ebrio —hasta perder la razón—. Desaparecía días y, al volver, imponía su «verdad» a golpes, dejándome moratones físicos y emocionales.

Al descubrir su amante, fue la gota que colmó el vaso. Imaginar que otra mujer creyó en su «tesoro» me despertó. Pedí el divorcio sin mirar atrás. Alejandro ni intentó salvar la familia —recogió sus cosas, rompió el espejo del recibidor y se marchó orgulloso, como héroe de telenovela. Carmen, antes compadecida de su «pobrecito», se volvió una arpía. Me culpó de todo, envenenando a Lucía: «Echaste a tu padre que te adoraba», mentira, pues él nos borró de su vida.

Lucía siempre prefirió a su padre. Yo fui estricta —educaba, corregía—. Él aparecía poco, con caramelos baratos y promesas vacías. Si venía furioso, me interponía entre ellos. En su memoria, él es un príncipe; yo, su carcelera. Explicarle la verdad fue inútil: Carmen envenenó su mente. Tras morir mi suegra, la presión cesó, pero Lucía siguió idealizando a un padre que no valía ni un céntimo.

A los nueve años de Lucía, conocí a Javier en un pueblo cerca de Valencia. Amable, confiable, de sonrisa cálida. Me enamoré y él correspondió. Le advertí: «Tengo una hija… quizá no te acepte». No se echó atrás. Me pidió matrimonio sabiendo lo difícil que sería. Y vino el infierno: Lucía le gritaba, provocaba. Pensé que huiría, pero se quedó. En dieciséis años, solo alzó la voz dos veces —con razón—. La llevaba a competiciones, recogía de fiestas, pagó su universidad… sin reproches.

En la adolescencia, Lucía se calmó. No atacaba, pero tampoco daba gracias. Esperaba que con el tiempo valorase a Javier —pocos padrastros cuidan así—. Sabía que veía a Alejandro. No me metía, pero cada cumpleaños me desgarraba: esperaba su llamada hasta medianoche… que nunca llegaba. Y seguía esperando, año tras año, ciega.

Tras el instituto, estudió en otra ciudad. Al volver, se mudó con su novio de la universidad. Luego anunció la boda. Estaba segura de que Javier estaría. Pero lo excluyó. Él disimuló el dolor, pero vi su mirada apagarse. Lucía me espetó:

—En la boda estará mi padre. ¿Qué, quieres un circo con Javier?

Me ahogué de rabia:

—¿Invitas al que escupió tu vida y excluyes al que te crió? ¡Desagradecida! No iré. Ahora pídele todo a tu «papá».

Intentó hablar, pero cerré la puerta.

En casa, Javier me rogó cambiar de opinión: «Es tu única hija, es su día». Pero no puedo. Dejó claro sus prioridades. Luchamos años por ella, y aún idolatra al que la abandonó. Que sea. Me lavo las manos: basta de dolor y decepciones.

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MagistrUm
Hija no invita a su padrastro a la boda después de que él la criara desde los nueve años. Yo tampoco iré a la boda.