Hija con tres niños viene a comer todos los días: estoy agotada de ser su cocina.

Oye, déjame contarte lo que me pasa… Mi hija, con sus tres niños, viene a comer a mi casa todos los días y estoy harta de ser su cocinera personal.

Vivo en un pueblecito cerca de Toledo, donde las calles están llenas de macetas de geranios. Tengo una casita pequeña, tranquila, pero desde que cumplí los 60, mi vida se ha convertido en una rutina interminable de cocinar y limpiar. Me llamo Pilar González, soy viuda, y aunque al principio me encantaba recibir a mi hija Lucía y a mis nietos, ahora me siento como su restaurante gratuito. Estoy agotada, y su falta de consideración me está desgastando. ¿Cómo poner límites sin ofenderlos?

Lucía, mi hija pequeña, tiene 32 años. Está casada con Antonio, y tienen tres niños: Sofía (10 años), Pablo (7) y Martina (4). Viven en el barrio de al lado, en un piso de alquiler, y la verdad, no les sobra el dinero. Antonio trabaja como camionero y Lucía está en casa con la pequeña. Al principio, cuando empezaron a venir a comer, me hacía ilusión: cocinar paella o potaje no era problema y ver a mis nietos me llenaba de alegría. “Mamá, cocinas de maravilla, a los niños les encanta”, me decía, y yo me derretía.

Pero con el tiempo, se ha convertido en algo diario. Mi jornada empieza en la cocina: hago la compra con mi pensión, preparo el almuerzo, friego… Pensé que sería algo temporal, hasta que se organizaran. Pero no. Ahora no solo vienen a comer, sino que piden más, dejan la casa hecha un desastre y hasta se llevan comida para después. Mi hogar ya no es mío; es como si fuera su comedor comunitario.

Cada mediodía, llegan con el mismo jaleo. Sofía quiere jamón, Pablo pide magdalenas y Martina llora por chuches. No es que sea tacaña, pero mi despensa se vacía en un abrir y cerrar de ojos. Los niños corren, gritan, tiran cosas al suelo, manchan la mesa… Y Lucía ni recoge ni ayuda. “Mamá, si a ti te gusta cocinar”, me suelta, y yo me callo, aunque por dentro estoy que echo humo.

Lo peor es que ahora se llevan comida para Antonio. “Mamá, ¿puedo coger unas croquetas? A él le gustan mucho”. Y yo digo que sí, pero me duele. Mi pensión se va en comprar para ellos, mientras yo me apaño con pan y café. Ayer, Sofía tiró la horchata en mi alfombra, Pablo rompió la puerta del armario y Lucía solo se rió: “Ay, qué le vamos a hacer, son niños”. Perdí los nervios y le dije: “Lucía, esto es mi casa, no un parque infantil”. Se enfadó: “¿Ahora te molesta compartir con tus nietos?”.

Los quiero, pero esto me está agotando. A los 60, quiero leer, salir de paseo, no pasar el día entre cacerolas. Mi amiga Carmen me dice: “Pilar, se están aprovechando. Diles que vengan menos”. Pero cómo, si Lucía se ofende enseguida. Temo que si protesto, dejará de traer a los niños y los perderé. Antonio ni siquiera me saluda, como si fuera mi obligación mantenerlos.

Intenté insinuárselo: “¿Por qué no cocináis en casa alguna vez?”. Respondió: “Mamá, no llegamos a fin de mes y los niños tienen hambre”. Me siento culpable, pero luego veo que ella se compra ropa nueva y yo me aprieto el cinturón. ¿De verdad tengo que sacrificarme por su comodidad? Mis nietos son mi alegría, pero tanto desorden y la indiferencia de Lucía me hacen sentir como una extraña en mi propia casa.

No sé qué hacer. ¿Pedirles que vengan menos? Temo que me tachen de egoísta. ¿Darles dinero en vez de cocinar? Con lo justo que me llega. ¿Seguir aguantando hasta que reviente? Quiero ver a mis nietos, pero no así, no a costa de mi salud. A mi edad, merezco paz, pero me ahoga la culpa.

Las vecinas murmuran: “Pilar, tu hija se está pasando”. Y aunque duela, tienen razón. Necesito encontrar el equilibrio: conservar a mi familia, pero sin dejarme pisotear. ¿Cómo decirle a Lucía que no soy su cocinera sin herirla? ¿Cómo enseñarle a respetar mis límites sin perder el cariño de los niños?

Esta historia es mi grito por recuperar mi vida. Quizá Lucía no vea cómo me agota. Los niños no tienen culpa, pero su caos me desborda. Quiero que mi casa vuelva a ser mi refugio, poder respirar, que mis nietos vengan de visita, no a comer. A los 60, merezco descansar, no ser su chef sin sueldo.

Soy Pilar González, y encontraré la manera de recuperar mi tranquilidad, aunque tenga que hablar claro con mi hija. Dolerá, pero no pienso seguir siendo su comedor gratis.

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Hija con tres niños viene a comer todos los días: estoy agotada de ser su cocina.