Hija con tres niños viene a almorzar cada día: estoy cansada de ser su cocina

Oye, te voy a contar una cosa que me tiene agotada. Vivo en un pueblo cerca de Burgos, en una casita llena de macetas donde antes me encantaba pasar las tardes tranquila. Me llamo Carmen García, soy viuda y tengo 60 años. Mi hija, Marta, viene todos los días a comer con sus tres hijos, y aunque al principio me hacía ilusión, ahora me siento como su cocinera gratis. Estoy harta, pero no sé cómo poner límites sin que se enfade.

Mi hija, que antes era mi alegría

Marta tiene 32 años, está casada con Javier y tienen tres críos: Lucía (10 años), Pablo (7) y Sofía (4). Viven en un piso de alquiler aquí mismo, y la verdad es que les cuesta llegar a fin de mes. Javier es camionero y Marta está en casa con los pequeños. Cuando empezaron a venir a comer, me pareció bien: “Pues hago un puchero y así los veo”, pensaba. Marta siempre me decía: “Mamá, cómo cocinas, a los niños les encanta”, y eso me derretía.

Pero se ha convertido en rutina. Cada mañana empiezo en la cocina: cocido, tortilla, lo que sea. Al principio creí que sería algo temporal, pero ahora vienen sin falta, y encima se llevan comida para luego. Mi casa parece un bar y yo, la camarera que nadie le da las gracias.

Los niños que me vuelven loca

Todos los días a las dos en punto, entran como una tormenta. Lucía pide jamón, Pablo galletas, Sofía no para de pedir chuches. No es que sea tacaña, pero la despensa se vacía en un periquete. Corren, gritan, dejan los juguetes por el suelo, manchan todo… Y Marta ni recoge ni dice nada. Solo suelta: “Mamá, si a ti te gusta cocinar”, y yo me muerdo la lengua, pero por dentro estoy que trino.

Lo peor es que ahora hasta se llevan tupper. “Mamá, ¿puedo coger unas croquetas? A Javier le gustan”, dice Marta, y yo digo que sí, pero me duele. Mi pensión se va en comida para ellos, y luego yo como pan con café. Ayer, Lucía tiró el refresco en la alfombra, Pablo le dio un portazo al armario, y Marta solo se rió: “Ay, son niños, ¿no?”. Le dije: “Marta, esto es mi casa, no un parque”, y se me puso: “¿Ahora no quieres a tus nietos?”.

El remordimiento que me corroe

Los quiero, pero esto me está matando. Con 60 años quiero leer, salir con mis amigas, no pasarme el día fregando. Mi vecina Lola me dice: “Carmen, te están tomando el pelo, que vengan menos”. Pero si se lo digo a Marta, se ofende. Y tengo miedo de que deje de traer a los niños. Javier ni me saluda, como si fuera mi obligación darles de comer.

Intenté insinuarle a Marta que esto no puede ser: “¿Por qué no cocináis en casa a veces?”. Me respondió: “Mamá, no nos llega el dinero, y los niños tienen que comer”. Pero luego veo que se compra ropa nueva y yo ajusto hasta el último euro. ¿De verdad tengo que arruinarme por ellos? Mis nietos son mi alegría, pero el caos y la indiferencia de Marta me hacen sentir como una extraña en mi propia casa.

¿Qué hago?

No sé cómo salir de esto. ¿Le digo que vengan menos? Me llamará egoísta. ¿Les doy dinero en vez de cocinar? Con lo que me queda de pensión… A veces pienso en aguantar, pero me da miedo terminar enferma. Quiero ver a los niños, pero no así, no a costa de mi salud. Con 60 años merezco descansar, pero luego me siento culpable por pensarlo.

Los vecinos ya murmuran: “Carmen, tu hija se ha pasado”. Y aunque me duele, sé que tienen razón. Quiero encontrar un equilibrio, cuidar de mi familia sin dejarme la piel. ¿Cómo le digo a Marta que no soy su restaurante sin que se enfade? ¿Cómo pongo límites sin perder a mis nietos?

Este es mi grito de libertad.

Marta quizá no ve cómo me agota esto. Los niños son niños, pero mi casa ya no es mía. Quiero volver a sentirme en paz, que vengan de visita, no de obligación. A mis años, merezco algo más que ser su cocinera.

Soy Carmen García, y voy a recuperar mi vida, aunque tenga que decirle a mi hija las verdades que no quiere oír. Dolerá, pero prefiero eso a seguir siendo su esclava.

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