—¡Hola, Lucía, no puedo hablar mucho, están pegando a Pablo!— Estas palabras sonaron como un rayo en pleno cielo despejado. Lucía se quedó paralizada, apretando el teléfono con fuerza. Su corazón empezó a latir más rápido, la adrenalina inundó su cuerpo en un instante. Ni siquiera tuvo tiempo de preguntar nada antes de que la llamada se cortara. Su marido había salido esa tarde con un amigo a tomar unas cervezas después del trabajo. Un viernes normal, planes normales. Pero ahora todo había cambiado.
Lucía corrió hacia la puerta, agarró las llaves y salió disparada a la calle. Mientras iba, intentó llamar a su marido una y otra vez, pero no respondía. La angustia crecía con cada minuto que pasaba. Al final, logró contactar con el amigo de su marido, que había sido testigo de lo ocurrido.
—¡¿Qué demonios, lo dejaste ahí solo?!— gritó Lucía por el teléfono, conteniendo las lágrimas a duras penas. —¿Por qué no le ayudaste? ¡¿Por qué me llamaste a mí y no a la policía?!
El amigo intentó justificarse, balbuceando que había tenido miedo y que pensó que era mejor avisarla a ella. Su voz temblaba, pero eso solo enfureció más a Lucía.
—¡Te apartaste, ¿verdad?! ¡Y mi marido se quedó ahí solo! ¡¿No entiendes lo que has hecho?!— siguió ella, sin dejarle meter palabra.
Corrió hacia el lugar del incidente, esperando llegar a tiempo. Pero cuando llegó, ya no había nadie. Una furgoneta policial se había llevado a su marido sin dejar rastro. Lucía se quedó sola en medio de la calle, sintiéndose completamente impotente.
A la mañana siguiente, fue a la comisaría, donde le dijeron que habían detenido a su marido por supuesto altercado público. Al parecer, algún transeúnte había llamado a la policía, alertando de una pelea. Pero nadie vio que los agresores eran maleantes, no su marido y su amigo. Todo parecía indicar que habían sido ellos los que empezaron el lío.
Lucía estaba furiosa. Intentó explicar a los agentes que su marido había sido la víctima, pero estos se encogieron de hombros. El amigo de su marido, al que había buscado desesperadamente la noche anterior, ya estaba en casa durmiendo sin preocuparse por lo sucedido.
Pasó todo el día reuniendo pruebas y buscando testigos. Por suerte, un transeúnte confirmó que había visto cómo varios hombres atacaban a Pablo. Eso bastó para que lo liberaran.
Esa misma tarde, Lucía por fin pudo ver a su marido salir de la comisaría. Lucía lo abrazó con fuerza, intentando transmitirle todo su apoyo. Pero por dentro, seguía quemándole la rabia. No podía perdonar la cobardía del amigo de su marido. Pablo tuvo suerte de que no hubiera consecuencias graves.
Pablo llamó a su amigo:
—¿Cómo pudiste quedarte mirando mientras me pegaban?
—No lo sé, Pablo —contestó el amigo—. El miedo me paralizó. Quise ayudarte, pero no pude. Sabes que siempre he sido cobarde. Cuando vi a esos tipos atacarte, lo primero que pensé fue en salvar mi propio pellejo. Sé que suena horrible, pero es la verdad. No estoy orgulloso, pero hice lo que creí correcto.
—Entiendo —Pablo cortó la llamada, pensando: “Para qué quiero un amigo así”.
Más tarde, el amigo intentó justificarse una y otra vez, diciendo que la cobardía no era una elección, sino parte de su carácter. No se enorgullecía de ello, pero tampoco podía cambiarse. Toda su vida había evitado conflictos, escondiéndose de los problemas. Esa noche solo confirmó lo débil que era. El amigo estaba convencido de que su cobardía no debía afectar a su amistad. Que solo tenían que ir otra vez al bar y tomárselo a risa.
Pero ninguna excusa sirvió. Pablo ya no lo consideraba su amigo.