Lo he dejado todo y me he ido. ¡Ella me humilló delante de la gente!
El desamor que nació de un amor
Dicen que a veces el destino nos brinda segundas oportunidades.
Para que podamos corregir los errores que cometimos la primera vez.
Para no repetir las tonterías del pasado.
Pero entonces no sabía que algunas lecciones deben aprenderse dos veces.
La vi en una fría tarde de otoño en el parque.
Un banco solitario, mis auriculares con música de Joan Manuel Serrat.
Disfrutaba de la música y los colores otoñales cuando se me acercó una chica.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—Claro —respondí.
Ambos escuchábamos a Serrat.
Esa fue la primera de muchas cosas que nos unieron.
Empezamos a hablar y no pudimos parar.
Dos meses después, ya me había mudado con ella.
Estaba convencido: era la indicada.
Pero los cuentos de hadas rara vez son perfectos.
La tiranía de la perfección
Al principio eran detalles.
Suspiraba al ver una taza sobre la mesa.
Limpiaba el polvo de una estantería impecable.
Un día escuché con molestia:
—¿Por qué no doblas bien las toallas?
Me reí.
Pero luego entendí que no era broma.
Con cada día que pasaba, veía más “problemas”.
Si la cama no estaba bien hecha.
Si los zapatos no estaban alineados.
Si cortaba el pan “mal”.
Lo intentaba.
Pero incluso dos migas en la mesa podían provocar su enfado.
Cada vez me costaba más respirar en aquella casa.
Pero aguantaba.
La amaba.
La gota que colmó el vaso
Un día invitamos a amigos.
Yo corría por la cocina, preparando, recogiendo, ayudando.
Y ella…
Delante de los amigos, me trataba como si fuera su sirviente.
—¡Tráeme esto!
—¡Pásame aquello!
—¡No te quedes ahí parado!
Ni siquiera me miraba.
Solo daba órdenes.
Los invitados reían.
Y dentro de mí, todo ardía de ira.
Pero callaba.
Aguantaba.
Cuando todos se marcharon, lentamente recogí mis cosas.
En silencio.
No hice teatro.
Solo me dirigí a la puerta.
Me agarró la mano.
—No te vayas —su voz era suave.
Pero cuando no me detuve, apretó más fuerte.
Demasiado fuerte.
Sentí dolor.
Entonces me solté.
Y vi en sus ojos algo… aterrador.
Fue en ese momento cuando comprendí que nunca fui amado allí.
Solo fui conveniente.
Salí y cerré la puerta de un golpe.
Otro comienzo sin errores
Pasaron tres años.
Vivía en otro país, paseaba por un parque y escuchaba a “Los Secretos”.
La música me recordaba a casa.
De repente, alguien preguntó:
—¿Es este el banco más español del parque?
Me giré.
Hablaba español.
Me reí.
—Hoy sí.
Empezamos a charlar.
Y de nuevo no pudimos parar.
El tiempo voló sin darme cuenta.
Paseábamos, hablábamos, reíamos.
Y después…
Después comenzamos a salir.
Sentí de nuevo amor.
Pero esta vez era distinto.
Tranquilo.
Honesto.
Sin rudeza.
Sin críticas constantes.
El fantasma del pasado
Un día escuché de él:
—Derramaste un poco de agua… cuidado.
Me tensé.
Todo dentro de mí se contrajo.
Esperaba que comenzara a gritar.
Pero solo sonrió.
—Solo seca, no pasa nada.
Y entonces comprendí.
Todavía vivía con miedo.
Miedo al pasado.
Pero ahora era diferente.
Esa historia ya no se repetía.
No había humillaciones.
No había dolor.
Solo amor.
Y por primera vez en muchos años entendí que estaba en casa.