¡Hice las maletas y me fui! ¡Ella me humillaba delante de todos!

Lo he dejado todo y me he marchado. ¡Me humilló delante de todos!

Un amor que terminó en desilusión

Dicen que el destino a veces nos concede segundas oportunidades para corregir los errores que cometimos la primera vez y evitar caer en antiguos errores. Pero entonces no sabía que algunas lecciones tienen que aprenderse dos veces.

La conocí una fría tarde de otoño en el parque. Una banca solitaria, Frank Sinatra en mis auriculares. Disfrutaba de la música y los tonos otoñales cuando una chica se acercó a mí.

—¿Puedo sentarme? —preguntó.

—Por supuesto —respondí.

Ambos escuchábamos a Sinatra. Esa fue la primera de muchas cosas que teníamos en común. Comenzamos a hablar y ya no pudimos parar. Dos meses después, ya me había mudado con ella. Estaba convencido de que era la mujer de mi vida.

Pero los cuentos de hadas rara vez son perfectos.

La tiranía de la pulcritud

Al principio, eran cosas sin importancia. Podía suspirar al ver una taza en la mesa. Limpiaba el polvo en una estantería ya impecable. Un día, escuché su tono molesto:

—¿Por qué no doblas bien las toallas?

Me reí. Pero pronto comprendí que no bromeaba. Cada día notaba más “problemas”. Que si la cama no estaba bien hecha, que si los zapatos no estaban bien colocados, que si cortaba el pan mal. Yo hacía el esfuerzo. Pero hasta dos migas en la mesa podían enfurecerla. Vivir en esa casa se volvía asfixiante para mí. Pero aguantaba. La amaba.

El último eslabón

Un día, invitamos a amigos a casa. Yo correteaba por la cocina, ponía la mesa, limpiaba, ayudaba. Y ella… Hablaba conmigo ante sus amigos como si fuera un sirviente. —¡Trae esto! —¡Pasa aquello! —¡No te quedes ahí! Ni siquiera me miraba. Solo daba órdenes. Los invitados reían. Y por dentro, me consumía la rabia. Pero guardé silencio. Aguanté.

Cuando todos se fueron, recogí mis cosas lentamente. En silencio. No armé escenas. Simplemente me dirigí a la puerta.

Ella me agarró del brazo. —No te vayas —su voz era suave. Pero al no detenerme, apretó más fuerte. Demasiado fuerte. Sentí dolor. En ese momento, me solté y vi en sus ojos algo… aterrador. Solo entonces comprendí: nunca había sido amado allí. Solo fui conveniente. Salí y cerré la puerta.

Repetir, pero sin errores

Han pasado tres años. Vivo en otro país, paseo por el parque y escucho a Joaquín Sabina. La música española me recuerda a casa.

Y de repente alguien pregunta: —¿Es este el rincón más español del parque? Me di la vuelta. Hablaba en español. Me reí.

—Hoy sí que lo es.

Comenzamos a charlar. Y nuevamente, no pudimos parar. No me di cuenta de cómo pasó el tiempo. Paseábamos, hablábamos, reíamos. Y luego… comenzamos a salir. Volví a sentir el amor. Pero esta vez era diferente. Era tranquilo. Sincero. Sin asperezas. Sin constantes reproches.

El espectro del pasado

Un día escuché decirle: —Has derramado agua… Ten más cuidado. Me tensé. Todo mi ser se encogió. Esperaba que empezara a gritar. Pero solo sonrió.

—Simplemente límpialo, no pasa nada.

Y entonces entendí. Todavía vivía con miedo. Miedo a mi pasado. Pero ahora era diferente. Esta historia no se repetía. Ya no había humillaciones. Ya no había dolor. Solo había amor. Y por primera vez en muchos años comprendí: estaba en casa.

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¡Hice las maletas y me fui! ¡Ella me humillaba delante de todos!