**Mi querido diario,**
El suave vaivén del tren y los árboles desfilando por la ventana casi me arrullaron. Javier se quedó dormido, apoyando la frente contra el cristal, agarrando con fuerza una gran caja rosa con una muñeca dentro —el regalo para su hija de seis años. Solo le quedaba una hora más de viaje: su viaje de negocios llegaba a su fin, y anhelaba abrazar a su familia.
El sueño fue extrañamente vívido: su casa en el pueblo, su amada Laura, y Lucía, su pequeña luz. Incluso soñó con Colita, ese perro callejero que nunca le había gustado. Pequeño, inútil, asustadizo. Pero Lucía lo había suplicado —lo trajo a casa siendo un cachorro de la calle, y él, viendo los ojos brillantes de su niña, no pudo negarse.
El tren frenó bruscamente, y Javier despertó. Frente a él, una mujer desconocida lo miraba con una sonrisa.
—¿Buenos días? ¿Nos conocemos? —preguntó, desconcertado.
—No, perdone. Es solo que me pareció entrañable ver a un hombre tan serio con una caja de muñeca en las rodillas.
—Es para mi hija. Siempre trato de traerle algo de mis viajes. La echo muchísimo de menos.
—Qué suerte tiene su familia…
—La suerte es mía —respondió él con una sonrisa.
Al llegar a las afueras del pueblo, pasó junto a bloques de pisos hasta llegar a su chalet. La verja estaba abierta. Pensó que quizás Laura y Lucía habían salido a recibirlo. Pero fue su esposa, pálida y temblorosa, quien lo esperaba.
—¡Javier! ¡Lucía ha desaparecido!
Las palabras le atravesaron como una cuchillada. La sonrisa se desvaneció. Dejó la maleta junto a la valla, pero la caja de la muñeca se quedó en sus manos.
Laura, entre sollozos, contó que había escuchado a Lucía jugando en el arenero con Colita. Luego, fue a la cocina un momento. Al volver, todo estaba en silencio. Lucía no estaba. Revisaron el jardín, la calle, la casa. Nada.
—¿La verja estaba cerrada?
—Lucía pudo abrirla… Pero ella sabe que no debe…
Salieron a buscarla desesperados. Recorrieron los aledaños, gritaron su nombre, hablaron con los vecinos. Tras una hora, entendieron que era grave. Llamaron a la policía. Un equipo de búsqueda.
En el arenero solo quedaban un cubo y algunas huellas. Colita tampoco estaba.
—Quizás está con ella —comentó el sargento, pensativo.
Javier no dudaba: Lucía estaba viva. Iría al bosque, la encontraría. No importaba cómo. Solo con una camiseta, a pesar del frío de la noche. “Si Lucía tiene frío, yo tampoco debo abrigarme”, repetía en su mente.
Con una linterna y acompañado de voluntarios, recorrió el bosque. Se detenían de vez en cuando, gritaban. Nada. Recordó el día en que recogió a Lucía de la guardería y ella le suplicó: “Papá, ¿me dejas quedarme al perrito?” señalando a un pequeño bulto tembloroso.
Colita se convirtió en su compañero fiel. La acompañaba cuando estaba enferma. Se entristecía si ella se iba. Más que un perro. Casi un ángel de la guarda.
De repente, en la oscuridad, algo brilló. Un gorrito rosa con orejitas. Luego, una sandalia.
—¡Es de ella! —exclamó Javier con la voz entrecortada.
Los voluntarios callaron, pero sus miradas lo decían todo. Él se negaba al miedo. “Está viva. La encontraré”.
Horas después, gritos rompieron el silencio. Un barranco. Abajo, una niña. Pálida, arañada, pero viva.
—Papá… Tengo sed —susurró cuando su padre la abrazó.
—Ahora mismo, mi vida. Todo está bien.
Al subir, Lucía se incorporó débilmente:
—Colita está ahí abajo… No pudo salir…
Encontraron al perro. Herido, con una pata fracturada. Se arrastró hasta ellos para que vieran a Lucía.
A la mañana siguiente, el veterinario lo examinó:
—¿Le aplicamos la eutanasia?
—No. Cuérenlo. Él salvó a mi hija.
Dos semanas después, Lucía corría de nuevo por el jardín. Y a su lado, Colita, cojeando levemente, ladraba feliz. En cada paso de aquel pequeño perro desaliñado había más lealtad y amor que en mil palabras.
No solo era útil. Se había convertido en un héroe. Un héroe de verdad.