**Hermanas, o el Precio del Desamor…**
La mamá admiraba mucho a la actriz Penélope Cruz, por eso llamó a su hija como ella.
El padre las abandonó cuando Penélope tenía ocho años. La vida se volvió más difícil, pero al menos terminaron las peleas diarias. Penélope ya era lo suficientemente mayor para entender por qué discutían sus padres.
Mamá gritaba que su padre no podía resistirse a ninguna falda. Lo que Penélope no comprendía era por qué mujeres jóvenes y hermosas aceptaban estar con él, sabiendo que tenía esposa e hija.
—Estoy harto. No soporto tus reproches sin sentido. Prefiero estar con mis amigos que contigo —decía él antes de irse, cerrando la puerta de golpe.
A Penélope le gustaba cuando su padre no estaba. Mamá no lloraba, no había gritos. Además, él nunca se ocupó de ella. Siempre trabajaba, llegaba tarde y los fines de semana se iba con sus amigos.
Una vez, la pelea fue tan fuerte que se escucharon platos romperse.
—No te importamos, ni siquiera tu hija. Nos abandonas por cualquier mujer… —gritaba mamá.
—Pues me la puedo llevar conmigo —respondió él.
—¿Y a tu nueva mujer le parecerá bien? Ya tiene un hijo que ni controla, un verdadero gamberro…
Penélope se tapó los oídos en su habitación, asustada. De pronto, todo se calmó. Cuando se atrevió a bajar las manos, mamá entró con los ojos hinchados.
—¿Te asustaste? No temas —la abrazó y permanecieron así un rato.
—¿Y papá? ¿Se fue con otra?
—¿Lo escuchaste todo? Perdón, se me olvidó que estabas ahí. Todo irá bien, ¿verdad? ¿Quieres un poco de té con galletas?
Al rato, Penélope salió y vio a mamá recogiendo los trozos de platos rotos mientras lloraba. Volvió en silencio a su cuarto.
En vacaciones, la enviaron a casa de la abuela, la madre de su padre. Ella las quería mucho y siempre regañaba a su hijo. Penélope extrañaba a mamá, pero la abuela decía que necesitaba tranquilidad y encontrar un buen padre para ella.
—No quiero a nadie más que a mamá —repetía Penélope.
Mamá la recogió en agosto, antes del colegio. Se abrazaron felices, y Penélope no se separó de ella.
—Ve a recoger tus cosas —dijo la abuela.
Desde la habitación, Penélope escuchó:
—¿Cuándo se lo dirás a tu hija?
—Ya lo haré. Gracias por todo —respondió mamá, evasiva.
—No hay por qué. No es culpa tuya. Vuelve cuando quieras. ¿Quieres dejarla aquí un tiempo más?
—¡No quiero quedarme! ¡Me voy con mamá! —gritó Penélope, entrando corriendo en la cocina.
No entendía nada, pero temía quedarse para siempre. Pero mamá la llevó de vuelta a la ciudad. A partir de entonces, Penélope la veía más sonriente, pensativa. Y eso la hacía feliz.
Un día, mamá llegó con un hombre llamado Javier. Le regaló una caja de bombones y le dijo que viviría con ellas.
En el colegio, algunas compañeras tenían padrastros. A unas les compraban todo. “¡Es mil veces mejor que mi papá!”, presumía Marta. Otras, como Lucía, envidiaban en silencio. Su padrastro era estricto. Penélope temía que Javier fuera así, pero no: le compraba chocolates y helados, y mamá parecía feliz. Aún así, lo evitaba.
Su vida no cambió mucho, salvo que ya no había gritos. Pero mamá dejó de leerle cuentos por las noches.
—Eres mayor, puedes leer sola. Duérmete —decía, apagando la luz.
Penélope escuchaba sus risas en la cocina.
Un día, mamá preguntó si quería un hermanito o una hermanita.
—A nadie —respondió Penélope.
Pero seis meses después nació Sofía, una bebé que lloraba sin parar. Mamá no la soltaba. Penélope sintió celos.
—Mamá te quiere mucho, pero Sofía es pequeña y necesita atención. Cuando crezca, jugarás con ella —decía Javier.
Penélope observaba a la pequeña, pero la veía tan ajena como a Javier. Solo necesitaba a mamá. Pero nadie preguntaba a los niños.
Con el tiempo, Sofía creció y mamá le pedía a Penélope que la cuidara. Entonces, algo despertó en ella: empezó a proteger a su hermanita, como si fuera su muñeca.
Un día, Javier murió mientras dormía. Los médicos dijeron que fue un coágulo. Mamá se hundió en el dolor. Hasta que un accidente la devolvió a la vida.
Penélope estaba con Sofía en el parque. Un niño la empujó sin querer, y Sofía se golpeó la cabeza. Sangraba y lloraba.
Penélope corrió a casa con ella. Mamá reaccionó, limpió la herida. Pero Sofía, entre lágrimas, dijo que fue Penélope quien la empujó. Mamá la regañó, la echó. Penélope lloró en su cuarto.
Desde entonces, mamá solo veía a Sofía. Penélope entendió: amaba a Javier, y Sofía era su legado. En cambio, su padre las había abandonado, y ese resentimiento también la alcanzó a ella.
Una vez, Penélope se quejó. Mamá respondió:
—Eres mayor, tu padre está vivo. Sofía es huérfana.
—¿Qué padre? ¡Nunca lo vi después de irse! Solo mandaba dinero.
No hubo caso. Mamá vivía para Sofía, dándole todo su amor.
Penélope se distanció. Conoció a Diego, se fue de casa. Mamá ni pareció importarle.
Diego trabajaba y estudiaba. Vivían alquilados. Penélope visitaba a mamá, llevaba regalos a Sofía. Mamá solo hablaba de ella, haciendo que Penélope se sintiera invisible.
Se casaron y compraron un piso con hipoteca. Tuvieron gemelos. No tenía tiempo para visitas, y mamá tampoco insistía.
Una vez, llamó quejándose de Sofía:
—No estudia, sale de noche. ¡Y ahora los exámenes!
Sofía solo entró en un módulo de educación, no en medicina como soñaba mamá.
—Ser maestra está bien —intentó calmarla Penélope.
—¡No sirve para eso! Fuma, sale. Su padre la habría criado mejor.
—Si mi padre no nos hubiera abandonado, ni siquiera existiría Sofía. ¡Tú me habrías querido a mí!
Mamá la llamó egoísta y colgó.
Después, enfermó. Le diagnosticaron cáncer. Penélope iba cada día, ayudaba. La quimio no funcionó. Sofía casi no aparecía.
—Tiene clases, práctica… ¿Quieres que se quede aquí como una vieja?
—Podría esperarme al menos. ¿Y si te pasa algo? —se indignaba Penélope.
Pensó en llevársela a casa, pero los niños ocupaban el cuarto libre. Aún así, se lo propuso.
—¿Y Sofía? —preguntó mamá.
—Es mayor. Podría cuidarte, no solo salir de fiesta.
Pero Sofía se quejaba:
—Huele a medicinas. No soporto estar aquí.
Mamá apenas podía caminar.
—Llévatela si te gusta limpiar sus charcos —dijo Sofía.
—¡Es tu madre! ¡Es tu obligación!
La ingresaron en una casa de cuidados. Penélope la visitaba. Mamá siempre preguntaba por Sofía.
La llevaron a casa para que muriera allí. Penélope se mudó temporalmente, dejando a su familia.
Una vez—¿Y Sofía? —gimió mamá con los ojos vidriosos, mientras Penélope, cansada de esperar, entendió por fin que el amor no se mendiga, ni siquiera en el lecho de muerte.