Siempre creí que la familia era un refugio. Que una hermana sería la primera en tenderte la mano cuando el mundo te diera la espalda. Pero me equivoqué. La traición más amarga no vino de extraños. Vino de Lara. De mi propia hermana.
Éramos tan distintas. Yo, la mayor, siempre seria, tranquila, responsable. Ella, la pequeña, impetuosa, de temperamento vivo. De niña, la cubría frente a nuestros padres, la sacaba de líos, le ayudaba con los deberes. Luego, con la universidad, con el trabajo. Y, sobre todo, con la casa.
El piso donde crecimos nos lo dejaron nuestros padres al morir. Tres habitaciones en el centro de Madrid, una herencia valiosa. Los papeles estaban a mi nombre, pero nunca lo consideré solo mío. Acordamos que Lara se quedaría ahí hasta que se casara, y yo alquilaría algo temporal para no estorbar. Por entonces, me ofrecieron un buen trabajo en otro barrio y pensé: “Bueno, así será. Volveré más tarde. Al fin y al cabo, somos familia.”
Pero lo “temporal” se alargó años. Lara se casó, tuvo un hijo, luego se divorció. Después, trajo a otro hombre. Cada vez que insinuaba que quería volver, me cortaba con falsa dulzura:
—Ay, pero si a ti sola te sobra espacio. ¡Y nosotros ya vamos justos con el niño!
Hasta que un día, cuando insistí, soltó de golpe:
—La verdad, el piso también es mío. Las dos crecimos aquí. Y mamá siempre dijo que todo sería a medias. Solo que tú te adelantaste con los papeles.
Fue un puñal. Nunca fui egoísta. Pero oír eso… ¿de Lara?
Presenté una demanda. Un mes después, me llegó una citación: una contrademanda. Contrató a un abogado, sacó viejos recibos, buscó testigos. Intentó demostrar que yo había prometido “cederle” el piso. Incluso falsificó cartas donde supuestamente renunciaba a la propiedad. Ahí lo entendí: mi hermana ya no lo era.
El juicio duró seis meses. Yo demostraba lo obvio. Mientras tanto, Lara sonreía, iba con su hijo y decía: “Solo defiendo los intereses de mi niño”. Como si yo fuera su enemiga, no la tía de ese chiquillo.
Cuando gané, no sentí alegría. Solo vacío. Volví a mi piso, y todo me resultaba ajeno. Los muebles, los olores, las paredes. Como si fuera una extraña en el hogar donde crecí.
Dos días después, llegó un mensajero. Traía una carta. De Lara. Solo decía: “No me perdiste a mí. Perdiste a la familia”.
Y sabes lo más doloroso? Que tenía razón. Perdí a mi familia. Pero no por el dinero o los metros cuadrados. Sino porque un día decidí defender lo mío. Y entonces entendí: la sangre no siempre es garantía de amor. A veces, una hermana es peor que un desconocido.