Hermanas le abandona en la calle sin un céntimo, pero aprende a ser feliz

A veces, un encuentro inesperado puede cambiar nuestra perspectiva. Nos obliga a detenernos y reflexionar. Soy una persona sensible, me afecta mucho el sufrimiento ajeno, y esta historia aún me acompaña. Llevo días sin poder descansar bien, pensando en un joven al que conocí en una calle cerca de la estación de tren en Madrid.

Me dirigía a casa de una amiga, era un día cualquiera entre el bullicio de la ciudad. La gente iba con prisa, los coches sonaban, y el viento frío nos envolvía. De repente, mis ojos se detuvieron en una figura pequeña. A primera vista, parecía un niño, pero mirándolo bien, era un chico adulto, muy delgado y con un andar peculiar.

Llevaba en brazos un cachorro, pequeño y peludo, con un hocico húmedo y ojos amables. Bajo el brazo, sostenía un fajo de periódicos viejos, casi a punto de caer. Sus movimientos eran inseguros, los dedos rígidos, y su semblante ligeramente torcido. Comprendí que tenía alguna discapacidad, tal vez psicológica o neurológica. Pero había en él una luz tan pura que no pude pasar de largo.

Mientras admiraba al cachorro, el muchacho dejó caer los periódicos. Me apresuré a ayudarle. Guardándolos en una bolsa de mi bolso, le pregunté con cuidado:
— ¿Adónde los llevas?

Él respondió quedamente:
— Al centro de reciclaje. Para ganar algo y alimentar a mi perrito.

Esas palabras me impactaron más que cualquier bofetada.

Mientras reuníamos los periódicos, me contó que antes vivía con su madre y que tras su muerte, su hermana vendió el piso, se quedó con el dinero y se fue al extranjero. Lo dejó solo, sin papeles, sin apoyo, sin dinero. Sin esperanza.

Lo contaba sin rencor, como un hecho que asumió hace tiempo. Ahora vive en un albergue para personas con discapacidad, come como puede, recoge cartones y botellas para dar de comer a su cachorro. Se llama Alejandro. Y su perro… no tenía nombre.

Pasó el tiempo. Una tarde fría, vi nuevamente a Alejandro. Caminaba con su cachorro —ya crecido y fuerte— atado con una correa hecha a mano. El perrito me reconoció y vino corriendo hacia mí, moviendo la cola y gimiendo de alegría. Saqué algo de comida de mi bolso y el perro la devoró con ansias, encogiéndome el corazón.

— Come de todo, —dijo Alejandro con orgullo. — Pero le encanta cuando yo mismo le cocino. Aunque la carne, rara vez hay.

Conversamos. Me confesó que el perro es su único amigo, su razón de vivir, su consuelo contra la soledad. Duerme con él bajo la misma manta, compartiendo hasta lo último.

Con una ingenuidad conmovedora, con una esperanza infantil en su voz, Alejandro dijo:
— Hace poco vimos a una perra por la calle. Se parecía mucho a él. Pensé si sería su madre. ¿Los reconocerían?

Se me hizo un nudo en la garganta, apenas pude contener las lágrimas en medio del ruido urbano.

Entonces, me sorprendió al preguntar:
— ¿Le quieres dar un nombre? Nunca se me ocurrió uno, siempre le llamo simplemente “perrito”.

Asentí.
— Que se llame Rayito. Porque tú eres su rayo de luz.

Él abrazó al perro, me miró con sus ojos entreabiertos y susurró:
— Gracias… Es un buen nombre. Ahora es mi Rayito.

Volvía a casa con un nudo en la garganta. En mi mente resonaba: «Dios, qué injusto es este mundo». Algunos tienen pisos, joyas, coches, mientras otros viven en una pequeña habitación compartiendo las últimas migajas con un cachorro. Y aún así, irradian felicidad.

Quiero ayudar a Alejandro, pero no tengo riquezas. No puedo cambiar su vida completamente. Pero ahora, cada vez que lo veo, le llevo algo: comida, una chaqueta abrigada o simplemente palabras de aliento. Y lo más sorprendente es que siempre sonríe, agradeciendo cada pequeño gesto, como si fuera un regalo del cielo.

Personas así nos recuerdan que la felicidad no está en el dinero, en el estatus, ni en una casa perfecta. Está en una mano amiga, en una mirada fiel, en una palabra amable. En no estar solo.

A veces quiero gritar: «¡Gente! ¡Despertad! ¡Mirad cuánta pena hay cerca!» Pero entiendo que los gritos no se escuchan.

Así que solo haré lo que pueda. Porque si al menos un Rayito y un Alejandro no pasan hambre ni están solos, entonces mi vida no habrá sido en vano.

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Hermanas le abandona en la calle sin un céntimo, pero aprende a ser feliz