**Hermanas**
Con el alba, Dolores se levantó, preparó el desayuno, hizo la comida para su marido y, solo entonces, fue a despertarlo.
—Lola, ¿para qué tanto? Mañana estaré de vuelta —dijo él al ver la bolsa repleta.
—Dos días son dos días. No tendrás tiempo de cocinar allí, así que calienta y come. No protestes. Ahí dentro también hay ropa de abrigo. Las noches ya son frías. Bebe el té antes de que se enfríe —repuso Dolores, haciendo un gesto con la mano.
Su marido desayunó con gusto, se vistió y agarro la bolsa.
—Me voy. Tú vuelve a la cama, descansa un poco —dijo al salir del piso.
Dolores cerró la puerta tras él, regresó a la cocina y miró por la ventana. Sabía que, a mitad del patio, Manolo se volvería para saludarla. Y así fue: su marido se detuvo, miró hacia la casa y alzó la mano. Ella le devolvió el saludo. Dolores sonrió para sus adentros: «Parecemos recién casados». Una calidez dulce le invadió el pecho.
Desde que se jubiló, siempre despedía así a su marido, ya fuera por trabajo o para ir a la finca. Llevaban veintiséis años juntos. No era tanto, a su edad. Ambos tenían vidas anteriores a su matrimonio.
A Dolores no le gustaba quedarse sola. Habría ido con Manolo a la finca, pero le había prometido a su hija cuidar del nieto hoy. Suspiró. No tenía sueño, pero ¿qué más podía hacer? Era demasiado temprano para limpiar. No podía poner la aspiradora a las seis de la mañana en un edificio de paredes finas, donde los vecinos aprovechaban el fin de semana para dormir.
Sin nada mejor que hacer, Dolores se tendió en la cama sin quitarse la bata. Se quedó pensando en mil cosas y, sin darse cuenta, se durmió.
Hasta tuvo un sueño. En él aparecía Canela, la perra grande y peluda que tuvo su abuela en el pueblo. En el sueño, Canela se acercó a ella, moviendo la cola con alegría. «¡Canela, hola! ¿De dónde sales?» —preguntó Dolores, extendiendo la mano para acariciarla. Pero de pronto, la perra le enseñó los dientes. Ella retiró la mano, confundida. ¿Por qué no la dejaba tocarla?
Dolores se estremeció y abrió los ojos. La habitación estaba vacía. No había rastro de Canela, ni podía haberlo. La perra había muerto de vieja cuando Dolores tenía catorce años. Miró el reloj: solo había dormido diez minutos. Cerró los ojos de nuevo. «Los muertos en sueños auguran mal tiempo, y los perros, visitas» —pensó, justo antes de que sonara el timbre. ¿Quién podía ser a esta hora?
Se incorporó, se calzó las zapatillas y caminó hacia la entrada. El timbre repicó de nuevo, impaciente.
—¡Voy, ya voy! —refunfuñó al abrir la puerta.
Al ver a su visitante, por poco le da un portazo en la cara. Dicen que el primer pensamiento es el más acertado. Más tarde, Dolores lamentaría no haber actuado en consecuencia. En el umbral estaba su hermana pequeña. El corazón le latió como un pájaro atrapado en una red.
—¡Hola, hermanita! —dijo Irene, cargando la ironía en la última palabra mientras esbozaba una sonrisa.
Sus dientes grandes sobresalían ligeramente. Cuando sonreía, se veía el borde rosado de las encías. «Y dicen que los sueños no avisan» —pensó Dolores, recordando el gesto de Canela. La idea le desagradó. La visita de su hermana, tras años de silencio, no presagiaba nada bueno.
Tenían padres diferentes y diez años de diferencia. El padre de Dolores murió en un accidente; tres años después, su madre se volvió a casar y nació Irene. Las hermanas no se parecían ni en físico ni en carácter. Dolores era baja y rolliza, de facciones delicadas y temperamento tranquilo. Irene, en cambio, era alta, delgada, de rostro alargado y esos dientes prominentes que siempre enseñaba.
—¿Qué, me vas a dejar aquí en la puerta? ¿No me invitas a pasar? —preguntó Irene.
Dolores aún tenía la opción de cerrarle la puerta. Pero, al fin y al cabo, era su hermana, aunque inesperada y no deseada.
—Pasa —dijo, abriendo más la puerta.
Irene entró, se quitó los zapatos de tacón, se arregló el pelo frente al espejo y se volvió hacia Dolores.
—¿No me esperabas? Pues aquí estoy. —Irene buscó las zapatillas de Manolo, pero Dolores le alcanzó unas de invitados, que le quedaban pequeñas.
—Bueno, muéstrame cómo vives. —Irene entró en el salón, mirando alrededor con ojos ávidos que no se perdían ni un detalle—. ¡Vaya palacio! Muebles importados, reforma… —Se giró hacia Dolores.
Por un instante, esta vio en los ojos de su hermana envidia y rabia. Pero al siguiente segundo, Irene volvía a sonreír, enseñando esos dientes. Y Dolores recordó otra vez el sueño.
—Esto sí que es vivir. Te casaste bien. ¿Y tu marido dónde está?
—En la finca —contestó Dolores sin ganas.
—¿Y además tienen finca? Vaya burgueses —dijo Irene con un tono que parecía añadir: «Ya veremos».
—¿A qué has venido? —preguntó Dolores, perdiendo la paciencia.
—Me hacías falta. No nos queda nadie más. Solo nos tenemos la una a la otra —respondió Irene sin mirarla, observando una foto de la hija y el nieto—. ¿Y esta quién es? ¿Tu hija?
Dolores no contestó.
—Yo, en cambio, estoy sola. Con Paco no duré nada. Después me casé dos veces más. Y te diré una cosa: los otros maridos no fueron distintos del primero. No valía la pena cambiar —comentó Irene con falsa confidencia.
—¿También se los quitaste a alguien? —espetó Dolores, incapaz de contenerse.
—Vaya, qué mal carácter. A quien guarda rencor, el diablo se lo come. —Irene volvió a sonreír, mostrando sus dientes desiguales—. No he venido a pelear.
—¿Entonces a qué? ¿A recordar viejos tiempos y ver si puedes robarme algo más? —preguntó Dolores, dejando escapar la rabia acumulada.
—Qué mala eres. ¿Cuántos años tiene tu hija? —Irene ignoró el sarcasmo.
—Veintiocho.
—O sea, te casaste dos años después. ¿Te dio prisa por el bebé para que no te quitasen al novio? —Irene echó la cabeza hacia atrás y rio de su propio chiste.
—Es la hija de mi marido —aclaró Dolores, demasiado tarde, dándose cuenta de que se estaba justificando ante ella.
Estaba furiosa consigo misma por no poder controlar el impacto de su presencia.
—Bueno, paz. ¿Me invitas a un té? —preguntó Irene, adoptando un tono conciliador.
Mientras Irene elogiaba la cocina, derrochando cumplidos sobre el gusto y las habilidades de Dolores, esta encendió el fogón bajo la tetera que aún conservaba calor.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó Dolores.
—¿Ya me echas? —replicó Irene con otra pregunta.
Intercambiaron palabras como si jugasen al tenis. Dolores calló, deseando con todas sus fuerzas que su hermana anunciase su marchaY, al final, cuando Irene se marchó con el dinero, Dolores comprendió que algunas heridas nunca cicatrizan del todo, pero al menos ahora podía respirar en paz.