**Diario de un hombre atrapado entre dos fuegos**
Mi hermana quiere mudarse a nuestro piso, y mi mujer se opone rotundamente. Me llamo Javier, y estoy en un dilema que me parte el alma: arriesgarme a enfadar a mi hermana o a mi esposa. El corazón me pesa, pero la razón no logra darme una solución clara.
Mi hermana mayor, Carolina, siempre ha tenido una relación complicada conmigo. Tres años mayor, desde niña sentía celos porque creía que nuestros padres me consentían más, que me compraban más juguetes o ropa. La verdad es que nos querían por igual, pero yo disfrutaba más de los pequeños detalles, mientras que ella los daba por sentado.
Recuerdo cómo me quitaba mis cosas solo para verme llorar, nunca para jugar con ellas. Con los años, esa actitud no cambió.
Cuando conocí a Sofía, mi ahora esposa, Carolina se volvió más fría. A mis espaldas, decía a mis padres que nuestro matrimonio no duraría. Yo tenía 22, Sofía 24, y Carolina 25, sin ninguna relación estable a la vista.
Tras casarnos, vivimos un tiempo en casa de la madre de Sofía, pero cuando mi suegra se mudó al extranjero con su nuevo marido, heredamos su piso de dos habitaciones en Valencia. Más tarde, el abuelo de Sofía falleció y nos dejó otro piso en otra zona de la ciudad. Decidimos alquilar uno de ellos y ahorrar el dinero para la educación de nuestro hijo, Álvaro, que ahora tiene 12 años.
Carolina, como si corriese tras mí, se casó con el primero que apareció, un hombre vago e irresponsable llamado Adrián. Tienen tres hijos y malviven en un minúsculo estudio, comprado con ayudas del gobierno y algo de dinero de mis padres. Siempre me dio pena ver a mis sobrinos: mal vestidos, hambrientos, enfermizos. Mis padres intentaban ayudar, pero con sus pensiones no podían hacer mucho.
Sofía y yo ocultamos durante año y medio que alquilábamos el piso, pero al final Carolina se enteró. Un día llegó a casa desesperada:
—¡Javi, por favor! —casi llorando—. Ustedes tienen un piso vacío, y nosotros apretados como sardinas. ¡Cerca de ahí está esa escuela de arte que le encantaría a Lucía! Y Pablo quiere aprender música. Déjennos vivir ahí temporalmente, sin pagar, hasta que Adrián encuentre trabajo. ¡Somos familia!
Sentí lástima por los niños, pero también miedo. Se lo conté a Sofía, y su respuesta fue tajante:
—¡Ni hablar! —cortó—. ¡Arruinarán el piso y nunca veremos un euro! ¿Adrián encontrará trabajo? ¡Si en su vida ha trabajado de verdad! Y tu hermana tendrá otro hijo solo para no trabajar.
Intenté razonar con ella, decirle que sería temporal, pero Sofía se rio con ironía:
—¿De verdad te crees eso? Si les das la mano, te arrancan el brazo. ¡No! Ya estoy buscando nuevos inquilinos.
A la mañana siguiente, Carolina me llamó:
—¡Ya casi lo tenemos todo preparado! Solo faltan unas cajas y nos mudamos. ¡Espéranos!
Quedé paralizado, sin saber qué decir. No le dije que era en vano. No le dije que no les dejaríamos entrar.
Tengo miedo de decepcionar a mi madre, cuyo corazón no aguanta más disgustos. Miedo de perder a mi hermana para siempre, pero también de romper mi matrimonio.
Estoy atrapado en una decisión que me destroza. El corazón me pide ayudar a mi sangre, pero la razón me recuerda que Carolina siempre toma y nunca da.
Y Sofía… siempre ha estado ahí, apoyándome, levantándome, construyendo nuestra vida juntos. Ahora solo me pide una cosa: proteger lo que con tanto esfuerzo hemos logrado.
Por doloroso que sea, sé que tendré que decir “no”. Tendré que rechazar a mi hermana, aunque me odie por ello. Elijo a mi esposa, a mi hijo, a mi familia. Pero no saben cuánto duele esta elección… ¿Cómo puede la sangre propia obligarte a decisiones tan crueles?
Hoy aprendí que, a veces, decir “no” es la forma más dura de querer.