Me llamo Victoria. Ahora mismo me encuentro ante una decisión desgarradora: arriesgarme a enemistarme con mi hermana de sangre o con el hombre que amo. El corazón se me parte en pedazos y la razón no logra iluminar el camino correcto.
Mi hermana mayor, Elena, siempre tuvo una relación complicada conmigo. Tres años mayor, desde pequeña me tuvo envidia, convencida de que nuestros padres me consentían más: más muñecas, más dulces, más vestidos. Pero la verdad es que nos quisieron por igual. Solo que yo sabía alegrarme por los detalles, mientras ella los daba por sentado.
Recuerdo cómo me arrebataba mis juguetes no para divertirse, sino solo para verme llorar. Y con los años, esa actitud no cambió.
Cuando conocí a Arturo, mi futuro marido, Elena se volvió aún más fría. A mis espaldas, susurraba a nuestros padres que mi matrimonio no duraría. Yo tenía veintidós años entonces; Arturo, veinticuatro. Elena, veinticinco, y ni un atisbo de pareja en su vida.
Tras la boda, nos fuimos a vivir con su madre. Pero pronto mi suegra se casó con un extranjero y se marchó al extranjero, dejándonos su piso de dos habitaciones en el centro de Valencia.
Y dos años después, murió el abuelo de Arturo, legándole otro piso en otra zona de la ciudad. Así, de pronto, teníamos dos viviendas.
Decidimos alquilar una y ahorrar el dinero para la educación de nuestro hijo Daniel, que entonces tenía doce años. Sabíamos lo rápido que pasan los años.
Mientras, Elena, como si corriera detrás de mi vida, se casó apresuradamente con el primero que apareció: Alejandro. Un holgazán irresponsable que malvivía de trabajos esporádicos. Aun así, mi hermana tuvo a sus tres hijos. Los cuatro apretujados en un minúsculo estudio comprado con ayudas del gobierno y los ahorros de mis padres.
Siempre me dio pena ver a mis sobrinos: malvestidos, hambrientos, siempre enfermos. Mis padres les ayudaban con lo que podían, pero sus pensiones no daban para mucho.
Arturo y yo ocultamos durante casi año y medio que alquilábamos el piso. Pero al final, Elena se enteró.
Y un día apareció en mi puerta con una súplica desesperada:
—¡Victoria, por favor! —casi sollozaba—. Vosotros tenéis un piso vacío, ¡y nosotros vivimos como sardinas en lata! ¡Cerca de vuestra casa está el mejor conservatorio de la ciudad! ¡Claudia sueña con bailar, y Miguel quiere tocar el violín! ¡Ayúdanos! Déjanos quedarnos un tiempo sin pagar, y en cuanto Alejandro consiga trabajo, yo también saldré a trabajar y os pagaremos algo. ¡Somos familia!
Al verla, sentí una mezcla de compasión y miedo. Compasión por esos hijos… y miedo por nuestro futuro.
Se lo conté todo a Arturo.
—¡Ni hablar! —cortó él, sin dudar—. ¡Antes muerto! Esa turba va a destrozar el piso, y no veremos ni un euro. ¿Que ese Alejandro encontrará trabajo? ¡Si en su vida ha trabajado de nada! ¡Y tu hermana seguro que se queda embarazada otra vez para no tener que mover un dedo!
Intenté convencerlo de que era solo temporal, que estaban pasándolo mal.
—¿De verdad te crees lo que dices? —soltó él con amargura—. Les das la mano, y se toman el brazo. ¡No! Ya estoy buscando nuevos inquilinos.
A la mañana siguiente, sonó mi teléfono. Era Elena:
—¡Ya casi lo tenemos todo listo! Solo faltan un par de cajas, ¡y nos mudamos! ¡Espéranos!
Me quedé helada, sin saber qué decirle. No le dije que perdían el tiempo empacando… No le dije que no les dejaríamos entrar.
Tengo miedo de afligir a mi madre —su corazón es débil, cualquier emoción fuerte podría matarla—.
Tengo miedo de perder para siempre a mi hermana… Y, al mismo tiempo, tengo miedo de romper lo que tengo con Arturo.
Estoy ante una decisión que me destroza por dentro.
El corazón me pide ayudar a la sangre de mi sangre. Pero la razón y los recuerdos de infancia me recuerdan: Elena siempre ha tomado, pero nunca ha dado.
Y Arturo… Arturo ha estado ahí siempre. Me ha apoyado, me ha levantado, ha construido una vida junto a mí. Y ahora me pide solo una cosa: que proteja lo nuestro. Nuestro esfuerzo. Nuestra familia. Nuestro futuro.
Y lo entiendo. Por muy doloroso que sea, tendré que decir “no”.
Tendré que encontrar la fuerza para negarle a mi hermana lo que pide. Que se enfade. Que me odie. Elijo a mi marido. A mi hijo. A mi familia.
Pero duele… Duele tanto comprender que la propia sangre te puede poner ante una elección tan cruel…







