Hermana no me ayudó en el peor momento, y dejamos de hablar.

— ¡Hola, Lucía! — dijo con entusiasmo Ana al marcar el número. — ¡Hemos pensado en visitaros este fin de semana! ¿Os viene bien?

— Hola… — la respuesta fue fría. — No, no es posible.

— ¿Cómo que no? — Ana se quedó desconcertada.

— Justo eso, no — respondió secamente Victoria.

— ¿Estás enfadada por algo? No lo entiendo…

— ¿Todavía lo preguntas? Después de lo que hiciste, ¡no quiero saber nada de ti! — exclamó Victoria con dureza.

— ¿Qué hice? ¿De qué hablas?

Las hermanas Rodríguez crecieron en un pueblo de Castilla. La mayor, Victoria, se quedó allí tras el instituto: terminó un ciclo formativo, se hizo contable. Al casarse con un empresario local, Javier, construyeron una casa, tuvieron un hijo, Adrián, y ayudó a gestionar el negocio familiar.

La pequeña, Ana, siempre soñó con la vida en la ciudad. Se fue a estudiar a Valladolid, se quedó, trabajó como dependienta en una cadena de tiendas. Con su marido, Sergio, operario en una fábrica, vivían en un piso alquilado. Dos años después de la boda nació su hija Sofía.

A pesar de la distancia, las hermanas mantenían el contacto. Cuando Sofía cumplió un año, Ana empezó a visitar a Victoria con frecuencia. El aire puro del pueblo era bueno para la niña, y la ayuda de su hermana venía bien. A veces iba un fin de semana, otras veces se quedaba un mes.

Victoria siempre las recibía con alegría. En su casa había espacio, y Sofía era una niña tranquila. Con el tiempo, Ana dejaba a su hija con Victoria incluso sin quedarse ella: primero unos días, luego una semana, y en verano, el mes entero. Alegaba que quería descansar un poco con su marido. Victoria no se quejaba. Trabajaba desde casa y, aunque era un inconveniente, ayudaba.

Ana, en cambio, no devolvía el favor. En su pequeño piso no había sitio para la familia de Victoria, así que cuando ellos iban a la ciudad, alquilaban un lugar. Y Ana ni siquiera encontraba tiempo para verlos. “Tengo cita en el peluquero” o “Estoy ocupada”. A veces pasaban una hora por su casa y ya.

Pero Victoria prefería no darle importancia. Lo importante era que los primos se llevaran bien, y su hermana, aunque no fuera perfecta, seguía siendo familia.

Adrián creció y se preparó para la universidad. Sus padres iban a pagar la matrícula. Pero, justo antes de entregar los documentos, Victoria enfermó gravemente: fiebre alta, debilidad. Javier prometió llevar a su hijo a la ciudad, pero no podía acompañarlo —tenía trabajo.

Entonces Victoria llamó a su hermana:

— Ani, — susurró con voz débil. — ¿Podrías ayudar a Adrián mañana con los papeles de la universidad? Recogerlo, llevarlo, asegurarte de que todo esté en orden… ¿Podría quedarse en tu casa? Javier lo recogerá por la mañana…

Hubo un largo silencio.

— Lo siento, no puedo — respondió Ana.

— ¿Por qué? — Victoria no daba crédito.

— Tengo cita en el salón, luego ir de compras con Sofía —se va al campamento y hay que prepararlo todo.

— Ana, nunca te he pedido nada. Solo es un día…

— De verdad que no puedo — cortó ella.

— ¿Y aunque fuera solo para dormir? ¡Aunque fuera en el suelo!

— Vicky, ya es casi un hombre. ¿Dónde lo meto? ¿En mi habitación? ¿O en la de Sofía? Son adolescentes, sería incómodo. Y la cocina es diminuta, ya lo sabes…

Victoria sintió un nudo en la garganta. En todos esos años, nunca le había negado nada a su hermana. Siempre la recibió, ayudó, cuidó. Y así le pagaba…

— Vale. Lo entiendo — dijo en voz baja.

Al final, otro familiar ayudó: un primo lejano de Javier, con el que apenas tenían contacto. Él llevó a Adrián, le ayudó con los trámites e incluso le mostró la ciudad.

Adrián entró en la universidad. Sus padres le alquilaron una habitación. Era un chico responsable y tranquilo. Pero Victoria no podía olvidar que, en su peor momento, su propia hermana se negó a echarle una mano.

Pasó un mes. Entonces, la llamada:

— Hola, Sofía y yo queremos ir una semanita a vuestra casa — ¡estoy de vacaciones y ella no tiene clases!

— No — respondió Victoria con calma.

— ¿Cómo que no?

— Exactamente eso. No volveréis a quedarme en mi casa. Si queréis aire puro, alquilad algo. Pero no contéis conmigo.

— ¿Es por lo de Adrián?

— Sí. Una sola vez te pedí ayuda y me fallaste. Se acabó. Años viniendo a descansar aquí, pero cuando yo necesité algo, elegiste el peluquero y las compras.

— Bueno, perdona… — intentó Ana.

— Ya no hace falta — cortó Victoria.

No volvieron a hablar. Sofía y Adrián siguieron en contacto —Victoria no se interpuso. La niña no tenía culpa. Pero no volvió a dormir en su casa.

Y Ana, incluso años después, no se sintió culpable. “Ella tiene una casa grande, no le costaba nada”, pensaba. Pero nunca más volvieron a cruzar esa puerta.

A veces, es mejor prescindir de una hermana que tener una en la que no se puede confiar cuando más se necesita.

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MagistrUm
Hermana no me ayudó en el peor momento, y dejamos de hablar.