—¡Hola, Lucía! —dijo alegremente Pilar al otro lado del teléfono—. ¿Podemos visitarte este fin de semana?
—Hola… —respondió una voz fría—. No, no podéis.
—¿Cómo? —Pilar se quedó desconcertada.
—Tal como lo oyes —contestó secamente Lucía.
—¿Estás enfadada conmigo? No entiendo…
—¿Todavía lo preguntas? —gritó Lucía—. ¡Después de lo que hiciste, no quiero saber nada de ti!
—¿Qué hice? ¿De qué hablas?
Las hermanas Delgado crecieron en un pequeño pueblo de Castilla. Lucía, la mayor, se quedó allí: estudió contabilidad, se casó con un empresario local llamado Antonio y juntos construyeron una casa. Tuvieron un hijo, Álvaro, y trabajaban juntos en el negocio familiar.
Pilar, la menor, siempre soñó con la ciudad. Se mudó a Madrid para estudiar y se quedó, trabajando de dependienta en una cadena de supermercados. Vivía con su marido, Javier, un obrero, en un piso alquilado. Dos años después de su boda, nació su hija Sofía.
A pesar de la distancia, las hermanas mantenían contacto. Cuando Sofía cumplió un año, Pilar empezó a visitar a Lucía con frecuencia. El aire fresco del campo era bueno para la niña, y la ayuda de su hermana nunca venía mal. A veces se quedaban un fin de semana, otras hasta un mes.
Lucía siempre las recibía con los brazos abiertos. Había espacio de sobra en su casa, y Sofía era una niña tranquila. Con el tiempo, Pilar empezó a dejar a su hija allí sin quedarse ella misma: primero unos días, luego semanas, y en verano, un mes entero. Decía que quería descansar con su marido. Lucía no se quejaba. Aunque trabajaba desde casa y a veces era complicado, ayudaba.
Pero Pilar nunca devolvió el favor. Su piso era diminuto, así que cuando Lucía visitaba Madrid, alquilaban un sitio. Y aun así, Pilar casi nunca tenía tiempo para verlas. Siempre estaba ocupada: peluquería, compras… A veces pasaban solo una hora juntas.
Lucía intentaba no darle importancia. Lo importante era que los niños se llevaran bien, y al fin y al cabo, era su hermana, aunque no fuese perfecta.
Álvaro creció y se preparó para entrar en la universidad. Sus padres podían pagarle los estudios. Pero justo antes de entregar los documentos, Lucía enfermó gravemente: fiebre alta, debilidad. Antonio prometió llevar a su hijo, pero no podía acompañarlo más tiempo por el trabajo.
Entonces, Lucía llamó a su hermana:
—Pili —susurró débilmente—, ¿podrías ayudar a Álvaro mañana con los papeles de la universidad? Acompañarlo, asegurarte de que todo va bien… Que se quede a dormir en tu casa. Antonio irá a buscarlo por la mañana…
Un largo silencio.
—Lo siento, no va a poder ser —respondió Pilar.
—¿Por qué? —Lucía no lo creía.
—Tengo cita en la peluquería, y luego tengo que ir de compras con Sofía… Se va de campamento y necesita cosas.
—Pilar, nunca te he pedido nada. Solo es un día…
—De verdad que no puedo —cortó Pilar.
—¿Y que duerma en tu casa? ¡Aunque sea en el suelo!
—Lucía, ya es un chico mayor. ¿Dónde lo pongo? ¿En mi habitación? ¿O con Sofía? Los dos son adolescentes, sería raro. Y la cocina es diminuta, ya lo sabes…
Lucía sintió un nudo en la garganta. En todos esos años, nunca le había dicho que no a su hermana. Siempre la había acogido, ayudado, alimentado. ¿Y así era como le pagaba?
—Vale. Lo he entendido —murmuró.
Al final, otro familiar ayudó: un primo lejano de Antonio, con el que apenas hablaban, llevó a Álvaro, le ayudó con los trámites e incluso le enseñó la ciudad.
Álvaro entró en la universidad. Sus padres le alquilaron un piso. Era un chico responsable y sereno. Pero Lucía no podía olvidar que, en su momento más difícil, su hermana le había dado la espalda.
Un mes después, sonó el teléfono:
—Hola, ¿podemos ir Sofía y yo una semana a tu casa? ¡Estoy de vacaciones y ella no tiene clases!
—No —respondió Lucía con calma.
—¿Cómo que no?
—No vendréis. Si queréis aire fresco, alquilad algo. Pero no contéis conmigo.
—¿Es por lo de Álvaro?
—Sí. La única vez que te pedí ayuda, me rechazaste. Durante años os habéis aprovechado, y cuando yo lo necesité, elegiste la peluquería y las compras.
—Bueno, perdona… —intentó decir Pilar.
—Ya no hace falta —la interrumpió Lucía.
No volvieron a hablar. Sofía y Álvaro seguían en contacto, y Lucía no se interponía. La niña no tenía culpa. Pero nunca más durmió en su casa.
Pilar, años después, seguía sin sentirse culpable. «Ella tiene una casa grande, no le costaba nada», pensaba. Pero nunca más volvió a cruzar esa puerta.
A veces, es mejor no tener hermana que tener una en quien no se puede confiar cuando más la necesitas.