¿Hermana de sangre? No, gracias.
Desde hace tiempo, ya no abro la puerta a mi propia hermana. Ni llamadas, ni visitas, ni un ápice de interés—solo silencio. Suena duro, quizás. Pero solo para quien no conoce toda la historia. No me quedan fuerzas para ser madre, empleada doméstica y psicóloga gratis al mismo tiempo. Mi hermana me ha desgastado hasta el límite. Es familia, sí, pero se siente como una invitada indeseable que se alimenta de mi energía y ni siquiera da las gracias.
Nuestra familia es… peculiar, digámoslo así. Imagina esto: mi madre y yo quedamos embarazadas casi al mismo tiempo. Yo tenía veinte años; ella, cuarenta y dos. A mí me tocaron mellizos; a ella, su tercer hijo. Además, estaba nuestra hermana pequeña, Lucía, que por entonces tenía dieciocho. ¿Un caos? Total. ¿Divertido? Para nada. Sobre todo cuando llevas a cuestas dos niños, la casa, los quehaceres y una hermana que decide que tu piso es su hotel de vacaciones.
Los mellizos, mi marido y yo los planeamos, aunque el doble paquete fue sorpresa. Lo supe tarde, cuando la barriga ya no podía esconderlo. Pero no me rendí—lo tomé como un regalo del destino. Desde entonces, llevo un año y tres meses en modo supervivencia: pañales, purés, llantos, limpieza, lavadoras, cocina y los raros minutos de paz cuando los niños duermen.
¿Y Lucía? Lucía decidió que mi madre le exigía demasiado y se fugó. ¿A dónde? A mi casa. No por unos días, sino para quedarse. Oficialmente, venía a “ayudar con los sobrinos”. En realidad, pasaba el día con el móvil, devorando mi comida y contándole a mi madre lo “agotada” que estaba por “tanto sacrificio”. ¿Hipocresía? A raudales.
¿La universidad? Ni pisarla. ¿Trabajo? Lo dejó. ¿Metas? Cero. Pero exigencias, las justas. Si le pedía que hiciera algo en casa, enseguida sacaba el disco rayado de que “mamá la tenía agobiada” y que “necesitaba descansar”. Intenté aguantar, hacer la vista gorda, creer que maduraría y se pondría las pilas. Ilusa de mí. A cambio, cero iniciativa, cero gratitud y un sinfín de quejas.
Y un día, exploté. Era un día difícil, como siempre: los niños lloriqueaban, la comida en el fuego, la lavadora sonando, sin tiempo ni para comer. Y entonces, Lucía se acerca y me pide… que invite a su amiga. A mi casa. Mientras yo me dejaba la piel, ella quería charlar y divertirse. Fue la gota que colmó el vaso.
Apagué los fogones, me sequé las manos y dije, tranquila pero firme: “Empaca tus cosas. Vete a casa”. No la quiero ver más aquí. Ya tengo bastante con lo mío, y con una “ayudante” así, es insoportable. No soy de hierro. La paciencia tiene límites. Que ahora le explique a mamá por qué ya no se esconde en casa de su hermana. Yo, por fin, podré respirar—en silencio, aunque sea con dos críos en brazos.