A veces, un encuentro fortuito puede cambiar nuestra percepción del mundo. Hacer que nos detengamos, observemos y reflexionemos. Soy una persona muy sensible, y me afecta profundamente el dolor ajeno; esta historia no me ha dejado en paz. Llevo días sin poder dormir bien, mis pensamientos regresan a un joven que conocí en la calle, cerca de la estación de tren en Salamanca.
Iba de camino a ver a una amiga, un día cualquiera en la bulliciosa ciudad. La gente se apresuraba, los coches sonaban sus bocinas, y el viento frío envolvía nuestros rostros. De repente, mi mirada se detuvo en una pequeña figura. A primera vista, parecía un niño, pero al observar mejor, me di cuenta de que era un joven con una complexión frágil y un andar peculiar.
Llevaba en sus brazos un cachorro, pequeño y peludo, con la nariz húmeda y ojos amables. Bajo el brazo sostenía un fajo de periódicos viejos que amenazaban con caerse al suelo. Sus movimientos eran inseguros, sus dedos temblorosos y su rostro un poco desencajado. Me percaté de que tenía alguna discapacidad, quizás psicológica o neurológica. Pero había en él algo tan puro y luminoso que no pude continuar mi camino sin más.
Mientras admiraba al cachorro, el chico dejó caer los periódicos. Me apresuré a ayudarle. Al meterlos en una bolsa que saqué de mi bolso, le pregunté con cuidado:
— ¿A dónde los llevas?
Contestó en voz baja:
— A un centro de reciclaje. Para ganar algo que darle de comer al cachorro.
Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier bofetada.
Mientras recogíamos los periódicos, me contó que antes vivía con su madre. Después de su muerte, su hermana vendió su piso, se llevó el dinero y se fue al extranjero, dejándolo solo. Sin documentos, sin apoyo, sin dinero. Sin una oportunidad.
Lo contó sin rencor. Simplemente como un hecho. Como si ya lo tuviera asumido, como si lo hubiese aceptado hace tiempo. Ahora vive en una residencia para personas con discapacidad, come lo justo y recoge papel para reciclaje y botellas para comprar comida para su cachorro. Se llama Ramón. Y el perro… no tenía nombre.
Pasó un tiempo, y una tarde fría volví a encontrarme con Ramón. Caminaba por la calle con su cachorro, que ya había crecido y tenía una correa improvisada. El perrito me reconoció y corrió hacia mí, moviendo la cola y ladrando alegremente. Saqué un poco de comida de mi bolso, y el perro se lanzó a ella con tal voracidad que me partió el corazón.
— Come de todo, —dijo Ramón con orgullo—, pero lo que más le gusta es cuando le cocino yo mismo. Solo que la carne no siempre hay.
Nos pusimos a hablar. Me contó cuánto se ha encariñado con el perro. Que él es su único amigo, su razón de ser, su consuelo y su defensa contra la soledad. Duerme con él bajo la misma manta, comparte lo último que tiene.
Con una ingenuidad especial, con una esperanza infantil en su voz, Ramón dijo:
— Hace poco nos encontramos con un perro en la calle. Se parecía a él. Pensé que podría ser su madre. ¿Se reconocerían?
Me estrujó el corazón. Apenas pude contener las lágrimas en medio de la ciudad ruidosa.
Entonces, de repente me preguntó:
— ¿No le gustaría ponerle un nombre? No se me ha ocurrido ninguno. Siempre le llamo “cachorrito”.
Asentí.
— Que sea Rayo. Porque tú eres su rayo de luz.
Él abrazó al perro, me miró con sus ojos abiertos de par en par y susurró:
— Gracias… Es un buen nombre. Ahora es mi Rayo.
Regresé a casa con un nudo en la garganta. En mi cabeza resonaba: “Dios mío, qué injusto es este mundo”. Hay quienes tienen docenas de pisos, diamantes y coches. Y otros viven en una habitación deteriorada compartiendo lo poco que tienen con un cachorro, pero aún así, brillan de felicidad.
Quiero ayudar a Ramón, pero no tengo riquezas. No puedo cambiar su vida por completo. Pero ahora, cada vez que lo veo, le llevo algo: comida, una chaqueta cálida o simplemente palabras de apoyo. ¿Y saben lo más sorprendente? Siempre sonríe. Agradece cada pequeña cosa como si fuera un regalo del cielo.
Estas personas nos recuerdan que la felicidad no está en el dinero, ni en el estatus, ni en la casa perfecta. Está en una mano cálida. En una mirada leal. En una palabra amable. En simplemente no estar solo.
A veces, quiero gritar: “¡Gente! ¡Despierten! ¡Miren cuánto dolor hay alrededor!”. Pero entiendo que nadie escucharía.
Por eso, simplemente haré lo que pueda. Porque si al menos un Rayo y un Ramón no pasan hambre ni están solos, entonces mi vida tendrá sentido.






