Heridas de la infancia

Lucía repartió la avena en los platos, dibujando una cara sonriente con mermelada en el de su hijo.

—¡Hombres! ¡A desayunar! —llamó mientras servía el té recién hecho.

Pablo se sentó a la mesa y miró su plato con desagrado.

—No me gusta la avena —murmuró, frunciendo el ceño.

—¿Pero qué dices? La avena es muy sana. Si quieres ir a la pista de patinaje, tienes que desayunar bien —dijo Diego, sentándose frente a su hijo y tomando un bocado—. Mmm… Qué rica está. Mamá es una maga en la cocina. Créeme, nadie hace la avena tan rica como ella.

Pablo miró a su padre con escepticismo, pero al final cogió la cuchara. Cuando terminó, Lucía retiró el plato vacío y le acercó la taza de té.

—¿Te pasa algo? —preguntó ella a su marido—. Últimamente estás muy ensimismado. ¿Problemas en el trabajo?

—Me lo he comido todo. ¿Cuándo vamos a patinar? —preguntó Pablo alegremente.

—Ve a jugar un rato. Tengo que hablar con mamá —dijo Diego, notando la mirada de descontento del niño—. Luego. Ahora vete.

Lucía creyó leer los pensamientos de su hijo: dudaba entre llorar, temiendo que los planes se cancelaran, o irse a su cuarto a rumiar su frustración. Le sonrió y asintió, asegurándole que irían, pero más tarde.

Pablo bajó del taburete y salió de la cocina con el ceño fruncido.

—¿Qué te atormenta? —preguntó Lucía, ocupando su sitio.

—No sé por dónde empezar. Ni yo mismo lo entiendo —respondió Diego, haciendo girar su taza.

—¿Tienes una amante? ¿Quieres dejarme por ella? —preguntó Lucía sin rodeos.

—Lucía, ¿en qué piensas? ¿Cómo se te ocurre algo así? —exclamó él, ofendido.

—Entonces, ¿qué más puede ser? Si en el trabajo va todo bien, ¿qué te tiene así? Ayer te pedí que sacaras la basura. Asentiste, pero lo olvidaste. Estás distraído. Dime la verdad —insistió Lucía.

Diego la miró fijamente.

—Ha venido mi madre —confesó al fin, con esfuerzo.

Lucía notó lo difícil que le resultaba decirlo.

—¿En sueños? ¿Y qué te contó desde el más allá que te tiene así? —bromeó ella.

—No. En persona. Viva —afirmó él, apartando bruscamente la taza.

El té se derramó. Lucía se levantó al instante, cogió una esponja y limpió.

—Pero si había muerto. ¿Me mentiste todo este tiempo? —preguntó, tirando la esponja al fregadero.

—No mentí. Para mí, sí estaba muerta —respondió él, irritado.

—A ver, explícame. Muerta, viva… No entiendo.

—Tenía diez años cuando pasó. Mi padre bebía. Discutían mucho. Él la celaba, la maltrataba. Yo lo veía.

Un día, él llegó borracho. La acusó de ser la causa de sus problemas. Ella callaba, pero eso lo enfureció aún más. Me fui a mi cuarto, escuché los gritos… Hasta que algo pesado cayó al suelo y todo quedó en silencio. Al salir, encontré a mi padre en el suelo, con sangre en la cabeza. Y mi madre… estaba ahí, tapándose la boca con las manos.

Me empujó fuera, dijo que él se había caído y que llamaría a una ambulancia. Pero llegó la policía. Ella se fue con ellos, prometiendo volver. Mi tía Leonor, la hermana de mi padre, vino a buscarme.

Lloraba, llamando a mi madre asesina. Me llevó a su casa. No tuve opción.

Me llenó la cabeza de mentiras sobre ella. Yo no le creía, pero nadie me escuchaba. Mi tío Javier me dijo que no contara a nadie lo ocurrido. Que dijera que mis padres habían muerto en un accidente. Así evitaría el estigma en la escuela.

Mi madre nunca volvió. Nunca escribió, nunca llamó. Y yo dejé de esperarla. Me criaron, pero sin cariño. Sabía que no querían que estuviese allí.

Un día cogí diez euros del monedero de mi tía. No recuerdo para qué. No me daba dinero. Cuando me descubrió, me golpeó. Me amenazó con llevarme a un orfanato si volvía a robar.

Solo esperaba crecer para irme. No sé cómo no acabé mal. Me vine a Barcelona, estudié ingeniería, te conocí…

Mentí tanto sobre la muerte de mis padres que hasta a ti te lo oculté. Temía que me dejaras si sabías que era hijo de un asesino.

—Dios mío… —Lucía le tomó la mano—. ¿No la viste nunca más?

—No. Hasta hace tres días. Fue a mi trabajo. No la reconocí, pero supe que era ella. Lo sentí.

Al principio no quise hablar. La rabia seguía ahí. Me abandonó, nunca buscó saber de mí, arruinó mi vida… Pero sus ojos… Acepté escucharla. Fuimos a un café.

Lucía, no quiero admitirlo, pero estoy contento de que haya vuelto.

—¿Y qué te contó? ¿Realmente mató a tu padre? —preguntó Lucía tensa.

Diego asintió.

—Fue un accidente. Él la golpeó, ella lo empujó… Tropezó y cayó. Se golpeó la sien contra la mesa.

—¿La condenaron?

—Sí. Tenía moretones recientes en el pecho. Pensaron que ella lo había agredido. Los vecinos y mi tía testificaron en su contra.

Ella me escribió cartas, pero nunca llegaron. Seguro que mi tía las destruyó. En una, pedía verme. Me enseñó la respuesta de mi tía: que yo la había olvidado, que no quería una madre asesina.

Nunca lo supe. Y cuando crecí, no la busqué. Tantos años perdidos…

—¿Por qué esperó tanto para contactarte?

—Me hizo la misma pregunta. Tenía miedo. Miedo de que no le creyera, de que no la perdonara. Vendió su piso y se mudó aquí. Trabajó de limpiadora, aunque había estudiado Historia. No podía dar clases. Pensó que me avergonzaría de ella.

—¿Y ahora?

—Es guía en el museo local.

Lucía reflexionó.

—Creo que la he visto. ¿Cómo es?

—Alta, delgada. Tiene los ojos tristes…

—Sí. Una mujer así nos miraba cuando volvíamos del supermercado. Le sostuve la puerta, pero no quiso entrar. Llevaba un abrigo negro y un pañuelo rosa.

—Era ella. Quería vernos.

—¿Y qué quiere ahora?

Lucía se cruzó de brazos, como si tuviera frío.

—¿Te molesta saber que mató a mi padre, aunque fuera sin querer? Ya pagó su culpa —defendió Diego—. Solo quiere acercarse, conocernos.

—¿Qué le diremos a Pablo? ¿De dónde sale esta abuela?

—Diremos que vivía fuera. Que no tenía nuestro número. Eso no me preocupa. Lo que duele es que viví tantos años creyendo que me abandonó. Pero tampoco puedo seguir fingiendo que está muerta.

Al principio no quería hablar con ella. Ahora me avergüenzo de no haberla buscado.

—Te entiendo. Son heridas de la infancia. ¿Crees que fue un accidente?

—He pensado mucho estos días. Estoy seguro —afirmó él, con firmeza.

—¿CuándAl día siguiente, mientras la familia se preparaba para el desayuno, sonó el timbre, y al abrir la puerta, Pablo se encontró frente a una mujer desconocida, con ojos tristes y una sonrisa temblorosa, que sostuvo entre sus manos un pequeño regalo envuelto en papel brillante, y en ese instante, sin saber por qué, el niño sintió que algo importante estaba a punto de cambiar en sus vidas.

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