Herida del alma

—Hija, ¿lo has pensado? Ayer vi un «Seat» blanco, con asientos de piel. Una preciosidad. Solo cuesta treinta y cinco mil euros —dijo Carmen con voz fingidamente ligera, pero detrás se notaba la presión.

—Mamá… —Sofía cerró el portátil y suspiró—. Ya hablamos de esto. Tenemos la hipoteca, Lucía se pone mala cada mes. ¿De dónde voy a sacar treinta y cinco mil? Busca algo más modesto.

Desde el dormitorio llegaban risas infantiles. Jorge intentaba ponerle los calcetines a Lucía, que se resistía. Eran las ocho menos veinte. Sofía salía para el trabajo en diez minutos. Y justo ahora tenía que lidiar con el tema del coche otra vez.

—Pues pedid un préstamo —contestó Carmen, cogiendo una galleta de la bandeja—. Sois jóvenes, con sueldos buenos. No os pido dinero para un capricho, sino para algo útil.

Sofía se giró bruscamente hacia su madre, apretando los puños.

—¿Y con qué lo pagamos, mamá? ¿Con el aire? ¿Me estás escuchando? Ya tenemos una hipoteca.

Carmen resopló, cruzó los brazos y apartó la mirada.

—Ajá. Los padres de Jorge tienen coche, pero yo, como siempre, me quedo en un segundo plano.

Eso fue la gota que colmó el vaso.

—Los padres de Jorge tienen coche porque lo compraron ellos. Vendieron el viejo, ahorraron. No pidieron nada a nadie. Y tú, recién sacado el carnet, ya quieres un «Seat» de treinta y cinco mil.

—¡¿Y por qué crees que solo ahora he sacado el carnet?! —estalló Carmen—. ¡Porque te crié a ti, gasté hasta el último céntimo en ti, ahorré para tu primer piso! Y ahora, cuando por fin tengo la oportunidad, me dan calabazas.

Sofía miró a Jorge. Él, ayudando a Lucía con los zapatos, parecía cansado y molesto. Como siempre, no se metía. Esperaba que se arreglaran solas, pero por su gesto era evidente que estaba harto.

—Mamá, tú misma me dijiste que tenías miedo de conducir. Mira, no somos monstruos. Pero no tenemos tarjeta black —la indignación en la voz de Sofía dio paso al cansancio—. Ya te ayudamos en todo: el piso, las medicinas, los regalos…

Carmen se llevó una mano al pecho, teatral como si acabara de recordar su hipertensión.

—Ah, ya veo. ¿Ahora me vas a reprochar cada euro que me das?

Sofía exhaló fuerte, como si liberara vapor. La boca seca, las palmas sudorosas. No era la primera vez que hablaban del coche, pero hoy era peor. Todo se mezclaba: el cansancio, las bajas por Lucía, el trabajo, las facturas sin pagar.

Y entonces Carmen soltó la bomba:

—¿Y si me quedo con Lucía cuando esté enferma? Podrás trabajar más, ganar más. Así podríamos pagar el préstamo.

Sofía se quedó paralizada unos segundos.

—Espera. ¿O sea que solo te quedarás con tu nieta si te compramos un coche? ¿Antes no podías por salud, pero ahora que viste el «Seat» se te ha curado la presión?

—No exageres —refunfuñó Carmen—. Solo busco un compromiso. Que todos salgamos ganando.

—Un compromiso es cuando ambas partes ceden. Tú solo pones condiciones.

Carmen se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—Vale. Está claro. Seguid sin mí. Y no me llaméis cuando necesitéis a la abuela.

Sofía no salió tras ella. Se sentó junto a la ventana y cerró los ojos, intentando digerir lo ocurrido.

Jorge se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Tienes razón —dijo en voz baja—. Lástima que haya acabado así.

En casa reinó un silencio extraño. Hasta Lucía dejó de quejarse, mirando preocupada hacia la puerta.

—¿La abuela se ha ido para siempre? ¿Ya no vamos a verla?

Sofía no supo qué responder. En su corazón hervían el cansancio, la rabia y el rencor infantil. Tantas veces habían ayudado a su madre sin pedir nada, solo porque era su obligación. Y ahora ella dejaba de ser abuela si no le compraban un coche.

Pasaron dos meses. Por fuera, todo parecía normal. O mejor dicho, la vida seguía igual. Lucía iba a la guardería, Sofía trabajaba, Jorge hacía horas extras y apenas estaba en casa. Nadie hablaba de Carmen, pero su presencia se sentía: en los peluches que le había regalado a Lucía, en los calcetines de lana que tejía, en la receta del pastel familiar.

Y Lucía echaba de menos a su abuela. Primero en silencio, luego con preguntas.

—Mamá, ¿la abuela se ha ido lejos?
—No, es que… está ocupada.
—Antes me llamaba cuando tosía. ¿Ya no le importo?

Sofía intentaba sonreír, inventar excusas sobre reformas o teléfonos rotos. Pero su voz sonaba falsa, y Lucía se iba llenando de inquietud.

Una tarde, la situación estalló. Lucía, con su tablet en el sofá, preguntó de repente:

—¿Puedo llamar a la abuela?

Sofía asintió. Sabía cómo terminaría, pero quizá esta vez contestaría. Quizá al ver el número de su nieta, se ablandaría.

El tono de llamada sonó hasta cortarse. Lucía intentó de nuevo. Y otra. Y otra. Tras el cuarto intento, rompió a llorar. No con rabieta, sino con ese llanto silencioso de los niños que no entienden por qué les han dejado de querer.

Sofía la abrazó, arrepintiéndose de haber permitido la llamada.

—Cariño, quizá no ha oído el teléfono. O está durmiendo.
—No duerme —dijo Lucía, con voz temblorosa—. Ya no me quiere. Porque no le compramos el coche. La abuela está enfadada…

A Sofía se le nubló la vista. Como si un cuchillo le atravesara el corazón. Abrazó a su hija con fuerza, murmurando palabras vacías: que la abuela la quería, solo que… ¿Solo qué? No encontraba explicación.

No se podía permitir eso. Podías enfadarte con tu hija, tu yerno, con quien fuera. ¿Pero arrastrar a un niño a tus rencores? ¿Castigar a una niña de cinco años por no comprarte un «Seat»? Eso era el colmo.

Esa noche, mientras Lucía dormía, Sofía estaba en la cocina con una copa de vino barato. Su vecina Raquel, que solía pasar a charlar, la encontró cabizbaja.

—¿Qué te pasa? Parece que te hubiera robado el alma el duende del ahorro.

Sofía le contó lo de Lucía y el teléfono. Raquel, que tampoco se llevaba bien con su madre, suspiró.

—A veces, a cierta edad, en vez de sabiduría llegan los resentimientos. Y la sensación de que el mundo les debe algo.

Sofía asintió en silencio.

—Pero piensa una cosa: está sola —continuó Raquel—. Sin marido, sin amigas. Tú eras su vida. Luego, Lucía. Y ahora solo tiene el televisor y sus reproches. Quizá deberías dar el primer paso.

—Lo entiendo. Pero no la perdono. Quizá nunca lo haga. Lucía ya dio el primer paso. ¿Y?
—No tienes que hacerlo. Pero… no esperes que ella lo haga. Es muy orgullosa.

Después de que Raquel se fuera, algo cambió dentro de SofíaAl día siguiente, Sofía agarró el teléfono con manos temblorosas y marcó el número de su madre, sabiendo que, a veces, el amor es más fuerte que el orgullo, y que las cicatrices familiares solo se cierran cuando alguien decide dejar de contar quién tuvo la culpa.

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