Mira, te voy a contar una historia que le pasó a Leonor, que seguramente podría pasarle a cualquiera aquí en España. Resulta que, de regalo de su exmarido el pobre era alcohólico perdido le tocó cuidar a la madre de él. Fíjate, que estaban divorciados desde hacía más de diez años, y no solo por el tema de la bebida, sino porque además era de los que levantaban la mano sin pensarlo. Hace siglos que Leonor cortó toda relación con él, y su hijo, Javier, tampoco tenía contacto con el padre. Es que, claro, ¿quién quiere a un padre así? El caso es que tampoco el hombre se preocupó nunca por su propio hijo.
Pues un domingo por la mañana, cuando Leonor estaba tranquila en casa, la llamaron con una noticia bastante chunga: su exmarido había fallecido. Nadie se encargaba de los trámites, así que ella y Javier, aunque no era plato de gusto, organizaron el entierro como Dios manda. Eso sí, digno y sin escatimar.
El problema fue la suegra. Una señora ya mayor, enferma, que seguía viviendo en una casita en las afueras de Ávila. ¿Y ahora qué hacía Leonor? Si por lo menos fuera una persona fácil de tratar, pero era de esas que te hacen la vida imposible, siempre protestando, siempre con alguna sorpresa desagradable.
Después del funeral, Javier se marchó otra vez a Madrid, que ya tenía allí su familia. Así que la carga de cuidar a la abuela cascarrabias le cayó de lleno a Leonor. ¿Y qué podía hacer? La iba a visitar varias veces a la semana, le llevaba la compra (siempre ponía pegas, pero bien que se lo comía), e incluso se encargaba de partir la leña para la calefacción. La verdad que era un marrón, pero cómo vas a dejar tirada a una persona tan indefensa.
En esas estuvieron tres meses, hasta que la señora finalmente falleció. Y aquí viene lo curioso: al abrir el testamento, Leonor se enteró de que le había dejado la casa y una buena suma de dinero guardada en su cuenta del Banco Santander. Fíjate tú, la vida. Así son las vueltas que da el destino Lo llaman gratitud, ¿eh?







