Herencia de Justicia

Justicia por herenica

Hace dos años, cuando mi marido y yo íbamos cada día a cuidar de mi abuela, ninguno de los parientes se acordaba de ella. Ahora que ha fallecido y nos dejó su piso, todos han aparecido como buitres, exigiendo su parte. Aún no me lo creo, cómo gente que no llamaba ni visitaba en años se ha convertido en feroz defensora de la “justicia”. Esta historia me hizo ver a mi familia con otros ojos y entender lo que realmente importa.

Mi abuela, Ana María Fernández, era una mujer increíble. A sus noventa años, mantenía el ánimo hasta el final. Pero los últimos dos años su salud empeoró: apenas se levantaba, veía mal y necesitaba ayuda constante. Nosotros, mi marido, Javier, y yo, vivíamos cerca y asumimos su cuidado. Yo le preparaba la comida, limpiaba y la ayudaba con su higiene, mientras Javier la llevaba al médico, compraba sus medicinas y arreglaba lo que se estropeaba en su viejo piso. No era fácil, pero nunca lo sentí como una carga. Ella me crió cuando mis padres viajaban, y para mí era un deber cuidarla en sus últimos años.

En todo ese tiempo, apenas vi al resto de la familia. Mi tía, Carmen, vive en otra ciudad y venía una vez al año con una caja de bombones y dos frases hechas. Mi primo Álvaro ni aparecía, siempre ocupado con su trabajo y su familia. Los demás se limitaban a llamar de vez en cuando para preguntar cómo iba todo. Nadie ofreció ayuda ni con dinero ni con tiempo. A Javier y a mí nos daba igual, no esperábamos que nadie compartiera esa responsabilidad. Pero jamás imaginé que todo cambiaría al hablar de la herencia.

Cuando abuela murió, quedamos destrozados. Su pérdida me dejó un vacío enorme. Pero a las dos semanas del funeral empezaron las llamadas. La primera fue tía Carmen. Vino a casa y, sin preguntar cómo estábamos, habló del piso: “Elena, sabes que lo de mamá no es solo para vosotros —dijo—. Nosotros también somos familia, tenemos derecho”. Me quedé helada. ¿Ahora, después de años sin aparecer, reclamaba el piso? Intenté explicarle que abuela lo dejó en herencia porque nosotros la cuidamos. Pero Carmen solo resopló: “No es justo. Aprovechaste que estabas cerca”.

Pronto se sumó Álvaro. Me escribió un mensaje largo diciendo cuánto quería a abuela y lo “duro” que era para él que el piso fuera solo nuestro. Propuso “repartir como es debido”. No sabía si reír o llorar. Álvaro no la visitó en diez años, ni siquiera fue al entierro por “estar ocupado”. ¿Y ahora hablaba de amor? Le respondí que el testamento era claro, pero él comenzó a amenazar con ir a juicio si no cedíamos.

La tensión creció. Hasta parientes lejanos llamaban insinuando que “habría que compartir”. Me sentía acorralada. No buscábamos una fortuna —el piso es pequeño, viejo y necesita reformas—, pero para nosotros era un lugar lleno de recuerdos. Allí pasamos tardes con abuela, tomando café escuchando sus historias. Ahora esos momentos se habían convertido en una batalla.

Javier, como siempre, fue mi apoyo. Dijo que no debíamos dar explicaciones y que había que respetar la voluntad de abuela. Consultamos a un abogado y confirmó que el testamento era firme. Pero ni eso alivió el peso en mi corazón. No podía creer que la misma gente que ignoró a abuela en vida ahora peleara por su piso.

Un día llamé a tía Carmen y le pregunté por qué no ayudó entonces si ahora defendía sus derechos. Se justificó diciendo que tenía problemas, que vivía lejos y que “no era tan simple”. Pero eran solo excusas. Al final soltó: “Elena, no seas egoísta, somos familia”. Eso me destrozó. ¿Egoísta? ¿Yo, que pasé años cambiándole las sábanas, llevándola al médico y velando sus noches? Colgué y me eché a llorar.

Ahora intentamos cerrar este asunto. No cederemos a las presiones y guardaremos el piso, como quiso abuela. Pero esto me cambió. Ya no veo igual a mi familia. Quienes creía cercanos mostraron su verdadera cara cuando surgió el dinero. Aún así, agradezco una cosa: esta historia me recordó que la familia de verdad es la que está por amor, no por interés. Para mí, eso es Javier, nuestros hijos y el recuerdo de abuela, que siempre vivirá en mí.

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