Heredero en la costa: cuando la familia se convierte en extraños

**Herencia junto al mar — cuando la familia se vuelve ajena**

—Tania, ha llamado mi hermano Jorge —dijo Miguel al entrar en la cocina—. Él y Marina quieren pasar por casa este sábado. Solo ellos dos, sin sus parejas. Dijo que necesita hablar en serio.

—Ya veo, ¿tan importante será que ni sus mujeres ni hijos vienen? —frunció el ceño Tatiana—. Bueno, no hace falta que me lo digas. Ya lo sé. Lo del testamento. Han tardado dos meses, pero al fin se han decidido.

Miguel asintió en silencio. Lo había sentido desde que la tía Lola les dejó en herencia su piso en el centro y la casa de campo en las afueras. Durante cuatro años, ellos se encargaron de cuidarla cuando enfermó. Los demás familiares solo aparecían en verano para disfrutar de la casa, y cuando la anciana pedía que la llevaran a tomar el aire, siempre estaban «ocupados».

El sábado, a las cuatro en punto, Jorge y Marina llamaron a la puerta. Sin preámbulos, se sentaron en el salón.

—Hemos venido por lo de la casa de campo —comenzó Jorge—. El piso, bueno, que sea vuestro. Pero la casa… Nosotros siempre la hemos cuidado.

—No —respondió Tatiana con frialdad—. No la cuidaron. La usaron. Ninguna de las veces que la tía os necesitó fuisteis.

—¡Y quién iba a ocuparse de eso! ¡Tenemos hijos, nietos, trabajos! —saltó Marina.

—Pero ahora tenéis derechos —dijo Miguel—. Curioso, ¿no?

—¿Y vosotros la llevabais al campo, acaso? —espetó Marina con sarcasmo.

—No teníamos casa, pero le pagamos dos veces un spa —respondió Tatiana con calma—. Y estamos en el testamento. Es propiedad compartida. La venderemos.

—¿En serio? —sonrió Jorge con desdén—. ¿Por unos metros en una casa medio caída peleáis con la familia?

—Si es tan ruinosa, ¿por qué os importa tanto? —replicó Miguel.

Al día siguiente, sonó el teléfono.

—¡¿Qué has hecho, Miguel?! Fuimos con Adrián a buscar nuestras cosas, ¡y las cerraduras están cambiadas!

—Sí. En la puerta y en la casa. Deberíais haber avisado. El sábado iremos con Tatiana —podéis pasar. Pero no antes.

Al colgar, Miguel se volvió hacia su mujer:

—¿Cómo supiste que irían?

—¿No conoces a tu familia? Si no cambiamos las cerraduras, se lo llevarían todo hasta el último clavo.

Vendieron la casa. Con lo obtenido y la venta de su antiguo piso, compraron uno nuevo de tres habitaciones en Alicante, cerca del mar. A la playa, diez minutos en coche.

Su hija Nuria se quedó en el piso de la tía Lola mientras terminaba la universidad. Miguel encontró trabajo en el puerto; Tatiana, como profesora en un colegio cercano. Parecía el inicio de una vida tranquila, pero no duró mucho.

En marzo, los teléfonos no paraban de sonar. Familiares olvidados durante años de pronto recordaron la «parentela». Marina fue la primera:

—Nos quitasteis la casa, ahora no tenemos dónde ir. Así que en julio vamos todos a Alicante. Los niños también.

—Marina, no hemos invitado a nadie. Esto es nuestro hogar, no un hotel. Si quieren vacaciones, reserven con tiempo.

—¡¿Has visto los precios de los hoteles aquí?!

—No. Pero si no os lo podéis permitir, buscad algo más barato. Aquí no. No recibimos invitados.

—¡O sea, a los padres de Tatiana sí los recibisteis, ¡pero a tu propia hermana no!

—Eran sus padres. Si los nuestros vivieran, también los acogeríamos. Pero cinco adultos y niños durante dos semanas… No, gracias.

—¡Ya verás! ¡Os quedaréis solos y nadie os recordará!

—No te preocupes. Desde que nos mudamos, tenemos tantos «parientes» que llenarían dos casas. Todos nos recuerdan de mayo a septiembre. El resto del año, silencio.

Un silencio que ahora era la mejor parte de sus vidas.

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