He encontrado a tu hija en la calle

Encontré a tu hija en la calle

Javier volvía del trabajo cuando sonó el teléfono. Echó un vistazo a la pantalla: era su madre.

—Hijo, ¿dónde estás? —La voz de Carmen sonaba tan alegre que hasta le hizo sospechar.

—Voy de camino a casa, mamá. ¿Pasa algo?

—Ven. Te estamos esperando —respondió ella, con ese tono festivo.

—¿Esperando? ¿Quién? —preguntó Javier, confundido.

—Ven y lo verás.

—Ahora mismo llego —dijo, colgando.

Veinte minutos después, entró en el piso de su madre y, al abrir la puerta del salón, se quedó helado. Allí estaba Carmen… con su hija Lucía en brazos.

—Elena, hoy me encontré a mi madre —comentó esa noche, acercándose a su mujer.

—¿Y?

—Preguntó si podía venir al cumple de Lucía…

—No —respondió ella, sin mirarle.

—Mira, ¿no crees que ya es hora de perdonarla? Han pasado dos años…

—Para ti, han pasado. Para mí, solo han sido dos años y recuerdo cada día. Lo que hizo, nunca lo olvidaré.

—Elena, echa de menos a su nieta. Se disculpó… Solo se vive una vez. Déjala que venga.

—¡No! —Los ojos de su mujer brillaron, furiosos—. ¡No quiero verla!

—¡Pero yo sí! ¡Es mi madre, por cierto! Y, si somos sinceros, las dos metisteis la pata. ¿Por qué solo ella paga las consecuencias?

—¿O sea, yo tengo la culpa? Vale. Que venga. Lucía y yo nos iremos. ¡Celebradlo juntos!

—¡Elena, no te atrevas! ¡No respondo de mí!

—¡Pues ya verás cómo me atrevo! —Y salió de la habitación.

Antes, todos envidiaban a Elena. El marido, guapo y con éxito. Un piso nada más casarse. Y la suegra… parecía un encanto. Elena presumía en el trabajo:

—¿Os lo creéis? Rosario insistió en que Javier me comprara un abrigo de piel. «¡En la parada del bus pasarás frío!» ¡Eso es cuidar de alguien!

—Nos trae la compra entera. Ella misma revisa qué falta y lo pide.

—¡Para mi cumple, el último iPhone! Dijo: «Ya era hora de que renovaras». ¡No es suegra, es un ángel!

Cuando Elena se quedó embarazada, Rosario se volvió casi divina. Citas con los mejores médicos, las frutas más frescas, ropa de abrigo, vitaminas…

Pero en cuanto nació Lucía, todo cambió.

La suegra venía a diario. La bañaba, la alimentaba, lo controlaba todo.

—Tienes poca leche. ¡Porque no te esfuerzas!

—¡Sí me esfuerzo! —respondía Elena, al borde de las lágrimas.

—¡Sí, claro! Eres una dormilona. Por eso caes de sueño.

Javier le pidió a su madre que fuese menos, pero ella se ofendió. Empezaron las llamadas:

—¿Qué tal Lucía? ¿Qué ha comido? ¿Cómo ha dormido?

—No olvides ventilar. ¡Pero que no coja frío!

—¿El puré cómo lo hiciste? ¿Sin grumos?

Elena empezó a odiar esa obsesión. No la escuchaban, no la respetaban. Solo era la criada de su nieta.

Un día, tras otra lección sobre cómo cocinar las lentejas, estalló:

—¡Déjeme en paz!

—¡Ni se me ocurre irme! —replicó Rosario—. Me da igual tú. ¡Me importa Lucía! ¡Y voy a controlarte, te guste o no!

Una hora después, Elena salió a pasear con su hija. Al pasar por una farmacia, recordó que necesitaba agua oxigenada. Dejó el carrito en la entrada, entró un momento… y cuando salió, el carrito había desaparecido.

El mundo se le vino encima.

Gritos, lágrimas, gente, policía… Javier llegó en media hora.

Entonces, otra llamada de su madre:

—Hijo, ¿dónde estás?

—¿Mamá? —casi no podía respirar.

—Encontré a Lucía. ¡Estaba sola! ¿Cómo se te ocurre dejar a la niña con Elena?

—¡Voy para allá!

—Dormilona, no llores. Todo está bien. Lucía está conmigo.

—¿Contigo? —Elena palideció—. ¿Fue ella…?

—Sí.

Fueron. La discusión fue brutal. Rosario se justificaba:

—Quería darle una lección. ¡Para que aprenda a no descuidar a un niño!

—¿Una lección? —Javier estaba fuera de sí—. ¡Podíamos haber ido a la policía! ¿Te das cuenta de lo que hiciste?

—¡Me da igual! ¡Quería lo mejor!

—Y salió como siempre.

Elena, con el rostro helado, dijo:

—No la perdono. No llames. No te acerques. Para Lucía, no tienes abuela.

Y así viven. Rosario ya no va. No puede llamar: el número está bloqueado. Si Elena la ve por la calle, aparta a su hija.

Y Lucía pronto cumplirá tres. Su abuela es una desconocida.

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