—¿Quieres salchichas o huevos revueltos? —preguntó Lucía. Javier estaba sentado a la mesa, revisando las noticias en su móvil.
—Salchichas. Pero sin tus experimentos esta vez —refunfuñó él.
Lucía suspiró. En sus brazos, la pequeña Martina resoplaba, y cocinar no era fácil.
—¿Podrías sostener a Martina un momento? —preguntó con cuidado.
—Ahora, solo termino de leer esto —se excusó Javier sin levantar la vista.
Martina comenzó a quejarse. Lucía intentó calmarla mientras daba la vuelta a las salchichas. Una se quemó.
—¿Otra vez quemada? —frunció el ceño su marido—. ¿No podrías prestar más atención?
—¿Y tú no podrías ayudar? —replicó Lucía con firmeza.
—Ya estamos… Yo, por cierto, trabajo y mantengo a la familia.
—¿Y yo? También trabajo, veinticuatro horas al día. Sin descanso.
Lucía dejó el plato frente a él en silencio. Antes eran un verdadero equipo. Ahora, ella cargaba con casi todo.
Los días pasaban monótonos. Una tarde, Lucía decidió hablar en serio:
—Javi, necesitamos hablar. Siempre estás ocupado con el trabajo, el móvil, los videojuegos… ¿Y yo? ¿Y Martina?
—¿Otra vez con lo mismo? Hago todo por ustedes.
—¡Pero eso no basta! Una familia no son solo euros. Es cuidado, atención, apoyo.
—Eso es tu responsabilidad —se encogió de hombros Javier.
—Quiero que formes parte de esta familia. Estoy harta de llevarlo todo sola.
—Yo también me canso en el trabajo, Lucía. Necesito tiempo para mí.
—¿Y yo? —Las lágrimas asomaron en sus ojos. En ese momento, Martina empezó a llorar en su habitación. Javier ni siquiera se movió.
Al salir de la baja por maternidad, Lucía encontró un nuevo empleo. Ahora, cada día empezaba a las cinco de la mañana. Javier no colaboraba en casa. Una noche, Lucía se retrasó en el trabajo. Al abrir la puerta, el reloj marcaba casi las nueve. El piso estaba a oscuras, con una pila de platos sucios en la cocina. Javier seguía tumbado en el sofá.
—¿Vas a hacer la cena? —preguntó en lugar de saludar.
—¿En serio? Llego tarde, y ni siquiera has fregado los platos.
—Estoy agotado.
—¿Dónde está Martina?
—Durmiendo. Le pedí una pizza.
Lucía entró en la cocina sin decir nada. Sus manos temblaban. Un día, revisando su cuenta, descubrió que Javier había gastado tres mil euros de sus ahorros en un ordenador nuevo, sin consultarla.
—¿Qué dinero tuyo ni qué nada? El dinero es de los dos —se justificó él.
—¿De los dos? Pero cuando pido ayuda, solo recuerdo que tú eres el que trabaja…
La gota que colmó el vaso fue el cumpleaños de su hija. Lucía llevaba una semana organizándolo. Javier prometió llegar temprano.
«Lo siento, me retraso en el trabajo. Seguro que lo haces genial sola», escribió una hora antes.
Lucía miró el mensaje. Algo se rompió dentro de ella. Esa noche, mientras acostaba a Martina, tomó una decisión.
Javier llegó más tarde de lo habitual.
—Lucía, plancha mi camisa para mañana. Y ¿dónde está la cena?
Ella se volvió lentamente.
—Hazlo tú. Cocina, limpia y gana dinero. No soy tu asistenta.
Entró en el dormitorio y sacó una maleta preparada.
—¿Adónde vas? —Javier apareció en la puerta.
—No es que me vaya… es que he vuelto en sí. No puedo seguir así.
—¿Qué te pasa? Vivimos como todo el mundo…
—¿Como todo el mundo? ¿Solos estando juntos? Hace mucho que no estás a mi lado, Javi. Tú vives en tu mundo, y yo… soy tu empleada.
Cogió a Martina, que dormía profundamente.
—¡Espera! —Javier bloqueó la salida—. Somos una familia, tenemos una hija…
—¿Familia? Hace tiempo que dejamos de serlo.
—No hagas esto. Ya lo he decidido.
Una pequeña habitación alquilada las recibió en silencio. El móvil no paraba de sonar. Javier alternaba entre amenazas y súplicas.
—Lo arreglaré todo —decía.
—No, Javi. No puedes arreglarlo. Porque ni siquiera entiendes qué está roto.
Los días pasaron. Lucía empezó a sentirse más ligera, más ella misma. Por primera vez en años, sonreía por las mañanas. Javier siguió llamando, cada vez menos. Un día, apareció en su trabajo con flores.
—Intentémoslo de nuevo. Lo he entendido.
—Demasiado tarde, Javi —negó ella con la cabeza—. Ya no creo en promesas.
Poco a poco, Lucía descubrió algo invaluable: su libertad. Se apuntó a cursos, recuperó amistades y, lo más importante, aprendió a escucharse. Ahora, en esa habitación alquilada, ya no se sentía sola. Por fin era dueña de su vida. Y esa libertad valía más que todos los miedos.
**Moraleja:** A veces, el mayor acto de amor propio es soltar lo que te impide volar. La verdadera familia no son solo lazos, sino brazos que se abren cuando más los necesitas.