Hasta el próximo verano
Afuera, el verano acaba de empezar: los días son largos, las hojas verdes se pegan a la ventana como si quisieran proteger la habitación del exceso de luz. Las ventanas del piso están abiertas de par en par; en el silencio se escuchan pájaros y alguna que otra voz de niños jugando en la calle. En este hogar, donde cada objeto tiene su lugar desde hace años, viven dos personas: Lucía, de cuarenta y cinco años, y su hijo Adrián, de diecisiete. Este junio, todo parece distinto: en el aire no hay frescor, sino una tensión que ni siquiera la brisa logra disipar.
Lucía recordará por mucho tiempo la mañana en que llegaron los resultados de la selectividad. Adrián estaba sentado a la mesa de la cocina, hundido en el móvil, los hombros tensos. Callaba, mientras ella, junto a la encimera, no sabía qué decir.
Mamá, no he aprobado dijo al fin, con una voz serena pero agotada.
El cansancio se había vuelto habitual ese año, para los dos. Adrián apenas salía: estudiaba solo para los exámenes, iba a clases de refuerzo en el instituto. Ella intentaba no presionarle: le llevaba té de menta, a veces se sentaba a su lado en silencio. Y ahora todo volvía a empezar.
Para Lucía, la noticia fue como un jarro de agua fría. Sabía que solo podía repetir la selectividad a través del instituto, con todo el papeleo que eso implicaba. No había dinero para academias privadas. El padre de Adrián llevaba años viviendo aparte y no se involucraba. Esa noche cenaron en silencio, cada uno en sus pensamientos. Ella repasaba opciones: dónde encontrar profesores baratos, cómo convencer a Adrián de intentarlo otra vez, si tendría fuerzas para apoyarle y sostenerse ella misma.
Adrián parecía vivir en piloto automático. En su habitación, pilas de cuadernos junto al portátil. Volvía a repasar ejercicios de matemáticas y lengua, los mismos que hizo en primavera. A veces miraba por la ventana tanto rato que parecía a punto de marcharse. A las preguntas, respondía con monosílabos. Lucía veía que le dolía volver atrás, pero no había opción. Sin la selectividad, no habría universidad. Había que prepararse de nuevo.
Al día siguiente, hablaron del plan. Lucía abrió el portátil y sugirió buscar profesores particulares.
¿Quizá probemos con alguien nuevo? preguntó con cuidado.
Puedo solo masculló él.
Ella suspiró. Sabía que le daba vergüenza pedir ayuda. Pero ya lo había intentado solo una vez, y ese era el resultado. Le entraron ganas de abrazarle, pero se contuvo. En vez de eso, guió la conversación hacia horarios: cuántas horas al día podía estudiar, si cambiar el método, qué se le había atragantado en primavera. Poco a poco, el diálogo se suavizó. Ambos sabían que no había vuelta atrás.
Días después, Lucía llamó a conocidos y buscó contactos de profesores. En un grupo del instituto encontró a una mujer, Marta, que daba clases de matemáticas. Quedaron para una prueba. Adrián escuchaba sin entusiasmo, aún desconfiado. Pero cuando su madre le mostró una lista de posibles profesores de lengua y filosofía, accedió a revisar los perfiles con ella.
Las primeras semanas de verano pasaron entre rutinas nuevas. Desayunos juntos: avena, té con limón o menta; a veces, fruta del mercado. Luego, clase de matemáticas, online o en casa, según el horario. Después de comer, un respiro corto y más ejercicios. Por la tarde, repaso de errores o llamadas a otros profesores.
El agotamiento crecía en los dos. Para la segunda semana, la tensión se notaba hasta en pequeños detalles: alguien olvidaba comprar pan o apagar la plancha, o se irritaba por tonterías. Una noche, Adrián dejó el tenedor bruscamente sobre el plato:
¿Por qué me controlas tanto? ¡Ya soy mayor!
Ella intentó explicar que solo quería ayudarle a organizarse. Pero él calló, mirando por la ventana.
A mediados de verano, quedó claro que el método no funcionaba. Los profesores eran distintos: unos exigían memorizar, otros ponían ejercicios difíciles sin explicar. A veces, Adrián acababa destrozado. Lucía se enfadaba consigo misma: ¿había presionado demasiado? El piso se volvía sofocante; las ventanas abiertas no aliviaban ni el calor ni el desasosiego.
Intentó hablar de paseos o salidas, pero las conversaciones derivaban en discusiones: a él le parecía perder tiempo, ella mencionaba lagunas en los temas o planes de estudio.
Una tarde, la tensión estalló. El profesor de matemáticas le había puesto un examen difícil y Adrián había suspendido. Llegó a casa taciturno y se encerró. Más tarde, Lucía oyó la puerta y entró con cuidado.
¿Puedo? preguntó.
¿Qué?
Hablemos…
Él calló un largo rato. Luego:
Tengo miedo de volver a suspender.
Ella se sentó al borde de la cama.
Yo también tengo miedo por ti… Pero veo que lo estás dando todo.
Él la miró a los ojos:
¿Y si vuelvo a fallar?
Entonces, seguiremos buscando juntos.
Hab







