Hasta el próximo verano
Afuera, el verano comenzaba a desplegarse. Los días eran largos y las hojas verdes se pegaban a la ventana, como si quisieran proteger la habitación del exceso de luz. Las ventanas de la casa estaban abiertas de par en par, y en el silencio se escuchaban los pájaros y las voces esporádicas de los niños jugando en la calle. En ese piso, donde cada objeto tenía su lugar desde hacía años, vivían dos personas: Lucía, una mujer de cuarenta y cinco, y su hijo, Pablo, de diecisiete. Este junio, sin embargo, todo parecía distinto. El aire no traía frescura, sino una tensión que ni siquiera la brisa lograba disipar.
Lucía recordaría durante mucho tiempo la mañana en que llegaron los resultados de la selectividad. Pablo estaba sentado a la mesa de la cocina, ensimismado en su móvil, los hombros encogidos. Él callaba, y ella, junto a la encimera, no sabía qué decir.
Mamá, no me ha salido bien dijo al fin, con un tono neutro pero cargado de cansancio.
El cansancio se había vuelto habitual ese año para ambos. Desde que terminó el instituto, Pablo apenas salía: estudiaba por su cuenta y asistía a las clases de refuerzo del colegio. Lucía intentaba no presionarle. Le llevaba té de menta, se sentaba a su lado en silencio. Pero ahora todo volvía a empezar.
Para Lucía, la noticia fue un jarro de agua fría. Sabía que solo podría repetir el examen a través del instituto, con todo el papeleo que eso conllevaba. No había dinero para academias privadas. El padre de Pablo vivía lejos y no se involucraba. Esa noche, cenaron en silencio, cada uno sumergido en sus pensamientos. Lucía repasaba mentalmente opciones: dónde encontrar profesores particulares económicos, cómo convencer a Pablo de intentarlo otra vez, si tendría fuerzas para apoyarle sin descuidarse a sí misma.
Pablo parecía moverse en piloto automático. En su habitación, una pila de cuadernos junto al portátil. Repasaba ejercicios de matemáticas y lengua, los mismos que había hecho en primavera. A veces miraba por la ventana tan fijamente que parecía a punto de desaparecer. Respondía con monosílabos. Lucía notaba lo mucho que le dolía volver a lo mismo. Pero no había alternativa. Sin la selectividad, la universidad quedaba lejos. Había que prepararse de nuevo.
Al día siguiente, discutieron un plan. Lucía abrió el portátil y sugirió buscar profesores particulares.
¿Por qué no probamos con alguien distinto? preguntó con cautela.
Puedo solo masculló él.
Ella suspiró. Sabía que le daba vergüenza pedir ayuda. Pero ya lo había intentado solo una vez, y ese era el resultado. En ese momento, le habría gustado abrazarle, pero se contuvo. En vez de eso, guió la conversación hacia horarios: cuántas horas al día podía estudiar, si cambiar el método, qué se le había atragantado en primavera. Poco a poco, el diálogo se suavizó. Ambos sabían que no había vuelta atrás.
Lucía pasó los siguientes días llamando a conocidos y buscando profesores. En el grupo de WhatsApp del instituto encontró a una mujer, Marta, que daba clases de matemáticas. Quedaron en una sesión de prueba. Pablo parecía escuchar a medias, aún desconfiado. Pero cuando su madre le mostró una lista de profesores de lengua y filosofía, accedió a revisar los perfiles.
Las primeras semanas de verano transcurrieron entre rutinas nuevas. Desayunaban juntos: gachas, té con limón o menta, a veces fruta del mercado. Luego, la clase de matemáticas, online o en casa, según el horario. Después de comer, un breve descanso y más ejercicios. Por la tarde, revisaban errores o llamaban a otros profesores.
El cansancio crecía en ambos. Para la segunda semana, la tensión se notaba en detalles: alguien olvidaba comprar pan o apagar la plancha, alguien se irritaba por tonterías. Una noche, durante la cena, Pablo dejó los cubiertos bruscamente.
¿Por qué me controlas tanto? ¡Ya no soy un niño!
Lucía intentó explicar que solo quería ayudarle a organizarse. Él calló y miró por la ventana.
A mediados de julio, estaba claro que el método antiguo no funcionaba. Los profesores eran dispares: unos exigían memorizar, otros ponían ejercicios imposibles sin explicar. A veces, Pablo acababa destrozado. Lucía se enfadaba consigo misma: ¿había sido un error presionarle? El calor se hacía insoportable, y aunque las ventanas seguían abiertas, ni el cuerpo ni el ánimo encontraban alivio.
Intentó hablar de salir, de pasear juntos, pero las conversaciones derivaban en discusiones: él creía que era perder el tiempo, ella enumeraba los temas pendientes.
Una noche, todo estalló. El día había sido duro: el profesor le había puesto un examen difícil, y los resultados fueron peores de lo esperado. Pablo llegó a casa taciturno y se encerró en su cuarto. Más tarde, Lucía oyó la puerta y entró con cuidado.
¿Puedo? preguntó.
¿Qué?
Hablemos
Él guardó silencio un largo rato. Finalmente, dijo:
Tengo miedo de volver a suspender.
Ella se sentó al borde de la cama.
Yo también tengo miedo por ti Pero veo que lo estás dando todo.
Él la miró a los ojos:
¿Y si vuelvo a fallar?
Entonces buscaremos otra opción juntos.
Hablaron casi una hora: del miedo a no estar a la altura, del agotamiento mutuo, de sentirse impotentes ante un sistema que solo valora notas. Decidieron ser realistas: no buscar la perfección, sino un plan acorde a sus posibilidades.
Esa misma noche, reorganizaron los horarios: menos horas de estudio, tiempo para descansar y salir un par de días a la semana, acordaron hablar de cualquier problema antes de que se convirtiera en un conflicto.
La habitación de Pablo ahora tenía la ventana abierta más a menudo. El fresquito de la noche reemplazaba el bochorno del día. Tras esa conversación, la casa recuperó una calma frágil pero palpable. Pablo colgó en la pared el nuevo horario, marcando los días libres con rotulador para no olvidarse.
Al principio, costaba adaptarse. A veces, Lucía tenía que contenerse para no preguntar si había hecho los ejercicios. Pero recordaba su pacto. Por las tardes, salían a pasear juntos, hablando de tonterías, sin mencionar exámenes. Pablo seguía cansado, pero la irritación era menos frecuente. Empezó a pedir ayuda sin miedo a reproches.
Los primeros avances llegaron sin hacer ruido. Un día, Marta le escribió a Lucía: «Hoy Pablo resolvió dos problemas difíciles por su cuenta. Se nota que está mejorando». Lucía leyó el mensaje una y otra vez, sonriendo como si fuera una gran victoria. En la cena, lo felicitó sin exagerar. Él se encogió de hombros, pero esbozó una media sonrisa.
Luego, llegó otro triunfo: en un ensayo de lengua, sacó buena nota. Fue él quien se acercó a enseñárselo a Lucía, algo que no ocurría desde hacía meses.
Creo que ya entiendo cómo estructurar los argumentos murmuró.
Ella asintió y le dio un abrazo rápido.
Poco a poco, el ambiente en casa se volvió más cálido. No de golpe, sino como si los tonos grises se aclararan sin prisa. En la mesa aparecían frutas de temporada; a veces traían tomates o pepinos del puesto de la esquina. Cenaban juntos más seguido, hablando de cualquier cosa menos de estudios.
Hasta los errores






