27 de octubre de 2024
Hoy he decidido escribir todo lo que me está aplastando, como quien saca el polvo de un viejo armario y lo esparce sobre la mesa para verlo mejor. No sé cuántas veces más tendré que repetir las mismas palabras, pero al menos aquí, entre tinta y papel, puedo respirar sin que el ruido del salón me trague.
Diego ya no es el hombre que conocí. Desde que los niños llegaron, parece que ha cambiado de piel. Llegó una noche a las diez, cansado, y se tiró a dormir en el sofá como si fuera su refugio. A la mañana siguiente, mientras se servía el café, yo le lancé la pregunta que me ha rondado durante dos años: ¿Qué está pasando?. Él, sin mirarme, respondió con la misma indiferencia de siempre: ¿Qué te pasa a ti?. Sentí que el suelo bajo mis pies se despedazaba.
Desde que nacieron los niños, has cambiado le dije, tratando de que mi voz no temblara.
No lo noto replicó, sin perder la mirada del café.
Diego, llevamos dos años viviendo como vecinos bajo el mismo techo. ¿Te das cuenta? insistí, con la frustración que me quemaba la garganta.
Él se encogió de hombros y respondió con una voz áspera: ¿Qué querías? La casa está llena de juguetes, huele a papilla y los niños gritan sin cesar. ¿Crees que a alguien le gusta eso?. Yo intenté explicarle que esos niños eran nuestros, que también son suyos, pero él ya no escuchaba.
Me acordé de una frase que me decía mi madre: Los niños son como los ríos, si no los guías se desbordan. Y pensé que él ya había perdido la brújunctura. Entonces, con la voz quebrada, le dije: Creo que debemos divorciarnos. Él, sorprendido, aceptó sin resistencia, pero con la condición de no pedir pensión alimenticia y de pagarme directamente. Se levantó, salió de la cocina y dejó la puerta abierta, como quien huye de una tormenta sin paraguas.
Los gemelos, Andrés y Jorge, despertaron al oír el ruido de la puerta. Sus pequeños llantos fueron la única pieza de consuelo que pude agarrar. La semana siguiente empaqué mis cosas, llevé a los niños a la habitación que mi abuela me había dejado en el mismo bloque y me mudé a una vivienda comunal en el barrio de Lavapiés. Allí, con paredes desgastadas y una ventana que cruje al viento, empezaron una nueva etapa.
Los vecinos eran un mosaico de rostros y historias. Del otro lado del pasillo vivía Don Antonio, un hombre de rostro serio y mirada cansada, y al otro, Doña Concepción, una señora de sesenta años, siempre con una taza de té humeante. Decidí presentarme con una tarta casera, tal como hacen los madrileños para romper el hielo.
¡Buenas! Soy su nueva vecina, ¿les apetece venir a tomar algo? exclamé, intentando sonar alegre.
Don Antonio me miró de reojo, murmuró algo sobre no comer dulces y cerró la puerta sin más. Doña Concepción aceptó la invitación, pero solo para lanzar su famoso discurso de bienvenida:
Me gusta descansar por la tarde, porque por la noche me pierdo en series de la Televisión Española. Espero que los niños no alteren mis momentos de paz. Y, por favor, que no corran por el pasillo, que no rompan nada. dijo, mientras yo me quedaba con una sensación amarga, como si el futuro fuera un pastel sin azúcar.
Con la ayuda de Doña Concepción, conseguí trabajo en la guardería del edificio, cuidando a niños de la misma edad que los míos. Era un empleo mal pagado, apenas unos veinte euros al día, pero me permitía estar cerca de Andrés y Jorge cuando mi ex debía recogerlos. Mientras tanto, Diego enviaba dinero al principio, pero tras el divorcio se cortó por completo. Después de dos meses sin ingresos, comencé a retrasarme con la cuota de la comunidad.
Una tarde, mientras alimentaba a los niños en la cocina, la vecina del tercer piso, Catalina Estévez, apareció con su bata de seda, preocupada:
Valentina, ¿has resuelto ya tu tema de la luz y el gas? No quiero quedarme sin suministro.
Yo suspiré y respondí:
No, todavía no. Mañana iré a hablar con mi ex, parece que se ha olvidado de sus hijos.
Doña Concepción se acercó y, con una voz cortante, me acusó de alimentar a los niños sólo con pasta:
¿Sabes que eres una mala madre? gruñó.
Le respondí con rabia contenida:
¡Soy una buena madre! ¡Y tú no tienes nada que decirme!
El grito de Doña Concepción despertó a Iván, el vecino que siempre estaba bajo la puerta, con el rostro sombrío. Se acercó, dejó un sobre con veinte euros sobre la mesa y dijo:
Silencio. Aquí tienes para la comunidad.
Yo, temblando, escuché su advertencia:
¡Te vas a arrepentir! murmuró antes de desaparecer.
No le di importancia, pero esa noche, al volver a la casa de Diego, él me dijo que estaba pasando por una mala racha y que no podía ayudarme. Cuando le pedí pensión, me respondió con frialdad:
Pide lo que quieras, mi sueldo apenas cubre mis gastos. No vuelvas a molestarme.
Salí de allí con los ojos llenos de lágrimas, sin dinero y sin consuelo. Al día siguiente, el agente de la Policía Local, llamado Javier, llegó a mi puerta con una denuncia de Doña Concepción: alegaba que yo amenazaba su vida y que mis hijos estaban desatendidos. Pasó una hora interrogándome, y al final me dijo que debía informar al servicio de protección infantil.
Esa noche, Doña Concepción volvió a mi cocina y, con una voz amenazadora, me dijo:
Si tus hijos vuelven a hacer ruido, llamaré a los servicios sociales.
Los niños, asustados, se aferraron a mí mientras yo intentaba calmar la situación. De repente, Iván entró con una bolsa enorme de alimentos y, sin decir palabra, los dejó en mi nevera. Cuando le pregunté, él sólo respondió:
Te he dicho que no te metas en mis asuntos.
Al día siguiente, fui a ver a Iván para pagarle los 2000, pero él me cerró la puerta sin decir nada. La puerta se abrió con el grito de Doña Concepción, acusándome de ser una vagabunda. Logré calmarla y, aunque el corazón latía a mil por hora, intenté mantener la compostura.
Una semana después, dos desconocidos, una mujer de la protección infantil y un hombre, tocaron a mi puerta. Me presentaron como agentes y, con voz firme, me preguntaron:
¿Valentina Sánchez? respondí, temblorosa.
Venimos de la protección. Necesitamos hablar. dijeron.
Yo, al borde del llanto, les respondí que no entregaría a mis hijos. Los niños, Andrés y Jorge, se abrazaron a mí, sollozando. Los agentes intentaron separarme, pero el hombre los sostuvo con fuerza. En medio del caos, escuché el ruido de la puerta que se cerraba y el sonido de los pasos de Iván que se alejaba.
Al fin, los agentes se fueron. Me quedé sola, con una sensación de vacío y con un hacha de madera que había pertenecido a mi abuela, usada para cortar leña en la chimenea de la casa de mis padres. La tomé, la sostuve en mis manos, y pensé en la fuerza que necesitaba para defender a mis hijos.
Fue entonces cuando Iván volvió, con la cara cubierta de sudor, y me dijo:
Ya basta, Valentina. No sigas con esto.
Yo, sin fuerzas, le respondí:
Ya me da igual
Me tiró al sofá, me dio una pastilla para dormir y, con la cabeza pesada, me quedé dormida. Cuando desperté, el silencio era absoluto. Iván ya no estaba, pero su sombra permanecía en cada rincón del apartamento.
Durante el mes siguiente, reuní papeles, informes médicos y análisis de alcohol, como si una montaña de documentos pudiera convencer a los jueces. Cada día me sentía más cansada, pero Iván, pese a su aspecto sombrío, nunca me dejaba sola; siempre aparecía para empujarme, para obligarme a seguir adelante.
Una noche, antes de la audiencia, me senté en el sofá de su habitación y le dije:
Todo lo que he hecho por mis hijos y él, por primera vez, me devolvió una sonrisa triste.
Yo también tuve hijos, pero los perdí hace cinco años. Si puedo ayudarte contestó, con la voz quebrada.
El día de la audiencia, esperé en la sala de espera del juzgado mientras los niños jugaban calladamente en una esquina. Cuando el juez nos llamó, la oficial de protección nos entregó los documentos y, con una voz seria, dijo:
Señora, siga las indicaciones para que esto no vuelva a suceder.
Yo, con la mirada fija en mis hijos, les susurré:
No lloréis, pronto volveremos a casa.
Al salir del juzgado, el clima de Madrid estaba gris, pero una luz dorada se filtraba entre las nubes. Iván me esperó en la calle, con una cartera de 30, y me la tendió:
Aquí tienes para la comunidad y algo más. No quiero que te falte nada.
Acepté el dinero, aunque sabía que el precio era alto: mi dignidad, mi orgullo, mi miedo.
Al final de todo, la vida empezó a encaminarse lentamente. Doña Concepción ya no sale de su habitación, y yo, con la ayuda de Iván, conseguí un puesto como operaria en la fábrica de textiles del centro, donde percibo un salario modesto pero suficiente para comprar pan y leche. Los niños ahora van a la guardería y, aunque siguen siendo traviesos, ya no gritan como antes.
Una tarde, mientras caminaba por la calle con Iván, dejé caer mi chaqueta y, al revisarla, vi mi foto en la pantalla del móvil. Me sonrojé y, sin pensarlo mucho, le dije:
Iván, ¿te casarías conmigo?
Él me miró, se quedó unos segundos en silencio y, finalmente, respondió:
No sé decirlo con flores, pero haré todo lo que pueda por ti y por los niños.
Y así, entre lágrimas, risas y un hacha que aún guardo como símbolo de mi fortaleza, continúo escribiendo mi historia, con la esperanza de que algún día, cuando el sol se ponga sobre Madrid, pueda mirar atrás y decir que, a pesar de todo, lo hice todo por mis hijos.






